El curso de Formación Permanente del Clero de la Archidiócesis de Oviedo, inaugurado por Mons. Jesús Sanz Montes, no fue una simple jornada de reflexión pastoral. Fue, más bien, una declaración ideológica con pretensiones teológicas, un ejercicio de poder retórico que mezcló moral, geopolítica y crítica política bajo la apariencia de una meditación espiritual. El arzobispo, que confesó no haber querido “provocar” y dejar a los oyentes con “mal cuerpo”, terminó provocando sobre todo una inquietante sensación de que el púlpito se ha convertido en tribuna de combate cultural.
El título de su ponencia, “Tiempos recios y las heridas actuales del sacerdote”, podría haber dado pie a una introspección sobre los desafíos reales del ministerio en una sociedad secularizada. Sin embargo, la exposición —trece páginas leídas con tono rígido y doctrinal— se convirtió en una radiografía del pensamiento más defensivo y reactivo del catolicismo contemporáneo. En su centro, un diagnóstico moral del mundo moderno, donde la cultura occidental aparece como un campo de ruinas y el sacerdote como una víctima de la intemperie ideológica.
La percepción de que el discurso fue “muy leído y poco sentido” surge de la propia admisión del arzobispo respecto a su método de entrega. Él informó explícitamente a su audiencia que “la ponencia está escrita, son trece páginas”. Al optar por seguir de cerca un texto tan extenso y detallado, priorizó la precisión intelectual y la exhaustividad del contenido por encima de la conexión emocional y la espontaneidad. Este formato permitió la inclusión de abundantes referencias académicas y culturales —desde autores como Byung-Chul Han y Gilles Lipovetsky, hasta obras proféticas como El Señor del Mundo— pero inevitablemente resultó en una ejecución rígida. Aferrado a su manuscrito, el orador sacrificó la posibilidad de una comunicación más viva: la necesidad de citar con exactitud y mantener el rigor textual limitó la capacidad para usar la voz, el contacto visual y los gestos en favor de una transmisión más emocional. En consecuencia, el mensaje, aunque intenso en contenido, se percibió plano en su entrega: más académico que pastoral, más lección magistral que palabra inspirada.
El arzobispo justificó el enfoque de su curso afirmando que había preferido hablar del “ser del sacerdote” antes que de las “circunstancias ajenas”. Pero en la práctica, la ponencia derivó constantemente hacia esas mismas “circunstancias”, convertidas en un catálogo de amenazas: la secularización del occidente neopagano, la penetración demográfica musulmana, las ideologías de la WOC, la inteligencia artificial, e incluso la estrategia del nuevo orden mundial. Todo ello, articulado en un marco apocalíptico y polarizador que remite más a la literatura profética —citó a Soloviev y a Benson— que a una reflexión teológica equilibrada. El gesto de “centrarse en el ser” se reveló, en realidad, como una estrategia discursiva para reafirmar un modelo identitario cerrado, más preocupado por blindar la pureza doctrinal que por acompañar la complejidad del presente. Es un “ser” construido contra el mundo, no en diálogo con él.
El esquema de las “cuatro heridas” —la cabeza, el corazón, el prestigio y el tiempo— sirvió como estructura para articular un relato de decadencia civilizatoria. En la “herida de la cabeza”, Sanz Montes advirtió del “pensamiento débil” y de la falta de formación teológica del clero, pero el tono derivó rápidamente hacia la denuncia del “nuevo orden mundial” y del “pensamiento dominante” que convertiría a los cristianos en “molestos, ajenos y subversivos”. La crítica cultural se transformó en retórica de asedio, donde el cristiano se define por oposición al enemigo difuso de la modernidad.
En la “herida del corazón”, el arzobispo recurrió a T. S. Eliot y Benedicto XVI para describir los ídolos del poder, el tener y el placer. Hasta ahí, un análisis moral legítimo. Pero de nuevo la línea se desdibujó al introducir juicios personales contra el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a quien calificó de “narcisista, profundamente narcisista, patológicamente narcisista”. La denuncia de los “ídolos” derivó en un ataque político explícito, impropio de un espacio de formación sacerdotal. Así, el prelado pasó de criticar la idolatría del poder a ejercerla, erigiéndose en juez moral del líder político de la nación.
Su afirmación de que los abusos cometidos por clérigos son solo el “0,2 %” frente al “99,8 %” de otros contextos añade otro matiz inquietante: la tendencia a minimizar la gravedad del mal cuando proviene de dentro, trasladando la responsabilidad al entorno social. No es una estadística inocente: refuerza la narrativa de una Iglesia injustamente atacada, víctima del mismo relativismo que supuestamente la persigue.
La “herida del prestigio” se presentó como consecuencia natural del descrédito del clero, desde la caricatura de La Regenta hasta la “insignificancia social” actual. Sin embargo, lejos de invitar a la autocrítica, el discurso del arzobispo transformó esa pérdida de poder simbólico en una oportunidad para reafirmar la propia pureza frente al mundo. La “intemperie” ya no es signo de humildad evangélica, sino de fortaleza frente a la hostilidad externa. En vez de leer el cambio social como un desafío a la conversión pastoral, lo interpreta como una agresión cultural que exige resistencia, no discernimiento.
En la última herida, la de la mediocridad, Sanz Montes lanza su crítica más vehemente contra la “fidelidad tranquila” y la “calculada atonía”. Pero en ese retrato de tibieza resuena, paradójicamente, el mismo tono de desconfianza y pesimismo que recorre todo su discurso. El riesgo es evidente: cuando todo el entorno se percibe como corrupto o amenazante, la lucidez se transforma en dogmatismo, y la pasión pastoral en cruzada ideológica.
El cierre de su exposición, centrado en la tríada de Consagración, Comunión y Misión, pretendía ofrecer un equilibrio reparador. Sin embargo, tras una hora de diagnóstico sombrío, la propuesta suena más a exhortación moral que a auténtico camino de renovación. La advertencia contra el “reduccionismo tóxico” parece dirigida más a quienes buscan adaptar la Iglesia al mundo que a quienes la encierran en un bastión doctrinal. Lo que se percibe de fondo no es una llamada al encuentro, sino una relectura defensiva de la identidad cristiana, donde el sacerdote se define por su resistencia a las ideologías, no por su encarnación en la historia. La mención al “nuevo orden mundial” o a la “cultura emergente” como amenazas revela una concepción de la fe más obsesionada con la pureza que con la encarnación, más preocupada por preservar la ortodoxia que por transmitir esperanza.
El problema no es que un obispo critique el relativismo o la pérdida de sentido trascendente de la sociedad. El problema es cuando convierte esa crítica en arma política. Al señalar a Pedro Sánchez con un diagnóstico clínico —“narcisista patológico”— Sanz Montes traspasa la frontera del magisterio moral para entrar en el terreno de la confrontación partidista. Y lo hace ante sacerdotes, en un curso de formación. La palabra episcopal, llamada a ser semilla de comunión, se transforma así en instrumento de polarización.
Su intervención no puede entenderse como una reflexión teológica aislada: forma parte de una corriente eclesial que percibe el presente como una amenaza y busca refugio en la nostalgia de un cristianismo homogéneo y hegemónico. En lugar de abrir caminos de diálogo, este discurso levanta muros de sospecha. Y en esa lógica, el “mal cuerpo” que el arzobispo quería provocar no es fruto de una conversión interior, sino del cansancio de quienes ya no reconocen en ciertos pastores la voz del Evangelio, sino la de una cruzada cultural travestida de espiritualidad.