Pedro Ontoso y el Evangelio según los pobres

Pedro Ontoso y el Evangelio según los pobres

Pedro Ontoso ha vuelto a poner el dedo en la llaga. Y lo ha hecho con la lucidez del periodista que no se conforma con leer los titulares de la fe, sino que hurga en los pliegues de su significado. En su artículo “¿Otro Papa marxista?”, publicado en EL CORREO, no busca provocar, sino señalar lo esencial: el temblor que sacude a la Iglesia cada vez que un Papa decide mirar de nuevo hacia los pobres, los descartados, los invisibles.

León XIV, el protagonista de su texto, no aparece como un agitador ideológico, sino como un heredero directo del Evangelio. Su mensaje no es una novedad política, sino una fidelidad antigua: recordar que “los que están en una necesidad extrema tienen derecho a obtener lo que necesitan de las riquezas ajenas”, como escribe Ontoso citando al Papa. Lo que escandaliza, por tanto, no es el supuesto marxismo del pontífice, sino el cristianismo de raíz, ese que no se acomoda a los poderosos. Como recuerda el propio Evangelio: “¡Ay de vosotros, los ricos!, porque ya habéis recibido vuestro consuelo” (Lc 6,24).

El periodista rescata esa vieja tensión entre el templo y la calle, entre la oración y la justicia. Y lo hace sin aspavientos, con un tono sereno que devuelve al debate eclesial su profundidad moral. León XIV no inventa nada: retoma la voz de los profetas y la de aquel Jesús que proclamó: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20). En un tiempo donde muchos quieren un cristianismo sin sobresaltos, su encíclica recuerda que seguir a Cristo no es sólo buscar consuelo, sino compromiso.

En su artículo, Ontoso advierte que no se trata de un documento político, sino de una denuncia moral contra una economía que mata y una espiritualidad que bendice la desigualdad. El Papa, explica, rehabilita la teología de la liberación sin citarla , rescatando su enfoque en los pobres y la justicia social como esencia del Evangelio. La opción preferencial por los pobres no es un capricho ideológico, sino un llamado permanente a poner a los marginados en el centro de la Iglesia.

También pone sobre la mesa la aparición de su contraparte moderna: la teología de la prosperidad, que presenta la riqueza como prueba de la bendición divina. Para sus predicadores, el verdadero creyente puede aspirar a tener un helicóptero, un coche de lujo o una gran casa. Ese es el dios que promueven: un dios del éxito, del confort y del dinero, muy alejado del de los Evangelios. Así, pues, el que ama a Dios tendrá un avión y progresará adecuadamente….

Pero detrás de esa predicación hay historia y estrategia. Esa teología fue introducida en América Latina por el gobierno de Ronald Reagan para frenar las comunidades de base y debilitar la teología de la liberación. Fue una operación política y religiosa: sustituir el compromiso social por la promesa del bienestar. Y con el tiempo, esos movimientos se fueron adaptando a cada contexto: en Occidente, donde la abundancia material es norma, venden una espiritualidad cómoda; entre los pobres, prometen riqueza y ascenso social. Pero al que tiene hambre se le predica un dios falso, un dios diseñado para adormecer su conciencia. Y conviene decirlo con claridad: estos sectarismos han sido introducidos para ir destruyendo el mensaje liberador del Evangelio en toda América Latina.

Frente a ese panorama, León XIV recupera el espíritu de la teología de la compasión, la que mide la fe por la capacidad de amar, no por la cuenta bancaria. En sus palabras resuena la opción preferencial por los pobres, no como consigna ideológica, sino como exigencia del Evangelio. “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24), repite Jesús. Y también: “Si alguno dice: amo a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso” (1 Jn 4,20).

A los Papas como León XIV o Francisco —como bien señala Ontoso— se les pide que hablen de otras cosas, que se ocupen de lo espiritual, pero ellos insisten en mirar hacia los márgenes, hacia los descartados. Y es ahí donde la fe recupera su rostro humano. Porque no se puede rezar mientras se levanta un muro o se expulsa a un migrante; no se puede invocar a Dios mientras se bendice la injusticia.

El artículo de Pedro Ontoso es, en el fondo, una llamada a la coherencia, un recordatorio de que el cristianismo no puede divorciarse de la vida real. No habla solo del Papa ni de la Iglesia: habla de nosotros, de nuestra manera de mirar el mundo. Quien se escandaliza porque el Papa hable de los pobres, quizá nunca entendió el Evangelio.

Y por eso su texto brilla: porque devuelve a la fe su sentido más profundo. Nos recuerda que la verdadera revolución cristiana no está en los discursos, sino en el gesto humilde de ponerse al lado del que sufre. Que la fe no es un refugio, sino una entrega. Y que, como escribe Pedro Ontoso con admirable claridad, “la Iglesia será de los pobres o no será.”

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