León XIV y la nostalgia del incienso: cuando la liturgia olvida al pueblo

León XIV y la nostalgia del incienso: cuando la liturgia olvida al pueblo

Hay textos que iluminan la conciencia e incomodan el alma, y el de José Manuel Vidal sobre la decisión de León XIV es uno de ellos. Su pluma, fina y profética, pone el dedo en la llaga que muchos preferirían disimular entre capas de encaje y latines incomprensibles. Porque lo que está en juego no es un permiso litúrgico más, sino el pulso entre una Iglesia que mira hacia el futuro y otra que se refugia en los ecos solemnes del pasado.

Recuerdo —como quien vuelve a un paisaje antiguo de la memoria— aquellas misas de mi infancia. El sacerdote, de espaldas al pueblo, murmuraba en latín, y mi madre me hacía callar mientras yo pensaba: “no entiendo nada”. Era un acto que se vivía más como obligación que como encuentro, un rito que dejaba fuera a los laicos, a los que no sabíamos latín, a los que solo queríamos sentirnos parte. La comunidad estaba allí, sí, pero separada, como si Dios hablara solo al altar y no al corazón de su gente.

Por eso el Concilio Vaticano II fue un soplo de aire limpio. La misa se abrió al idioma del pueblo, el sacerdote volvió su rostro hacia nosotros, la palabra se hizo cercana. Aquellas primeras celebraciones en lengua vernácula eran fiestas, verdaderas reuniones fraternas, donde el pan partido tenía el sabor del Evangelio y del barrio. Recuerdo un amigo misionero claretiano, con el que solíamos tomar café y conversar después de misa. Me decía: “José Carlos, esto vale más que una misa”. Y yo comprendía: la fraternidad es la eucaristía hecha vida, el altar trasladado a la mesa del encuentro, donde el Espíritu sopla entre risas y confidencias.

Hoy, sin embargo, el gesto de León XIV al permitir al cardenal Raymond Burke celebrar la misa tridentina en San Pedro parece abrir una herida que nunca termina de cerrar. Los tradicionalistas celebran, felices de ver recuperada su estética del misterio, del incienso y la distancia. Pero ¿y el pueblo? ¿Y aquellos que volvieron a sentirse parte gracias al Concilio? ¿Acaso no es dar un paso hacia adelante y tres hacia atrás? La liturgia no puede convertirse en un escenario de poder ni en un refugio para nostálgicos de lo sagrado en latín.

El Papa sabe que la misa no es solo rito, sino comunión; no solo belleza, sino compromiso. Y sin embargo, al abrir de nuevo las puertas del pasado, corre el riesgo de confundir la fidelidad con el repliegue. Porque la fe no se conserva con naftalina, sino con el calor del encuentro, con el pan compartido y la palabra entendida.

José Manuel Vidal, con su mirada lúcida, nos recuerda que la Iglesia no es un museo de símbolos, sino un cuerpo vivo en movimiento, llamado a caminar con los hombres y mujeres de su tiempo. Su artículo en Religión Digital no es una crítica, sino un acto de amor a una Iglesia que busca su alma. Ojalá León XIV escuche ese clamor que viene del pueblo sencillo, el que aún cree que el Espíritu no se viste de puntillas, sino de humanidad.

Porque la liturgia, si no une, no reza: divide. Y Dios, que siempre habla al corazón, prefiere una mesa de amigos a un altar de mármol.

José María Castillo solía recordar que la misa solo tiene sentido si se convierte en celebración de vida, no en repetición de ritos vacíos. Para él, lo sagrado no estaba en el gesto, sino en el corazón de los que lo viven. Decía que “la fe o se encarna en fraternidad o se convierte en ideología religiosa”, y qué razón tenía. En cada misa, lo esencial no es el latín ni el incienso, sino el encuentro entre iguales, la conciencia de ser comunidad, el milagro de que el pan de uno sea el pan de todos.

Xabier Pikaza, con su teología luminosa, insiste en que la Eucaristía es el gran signo de la comunión y la entrega, no de la separación. “El pan partido —dice— es símbolo de un Dios que se deja partir para alimentar la vida del mundo.” Y con su ironía castellana añade: “A veces parece que algunos creen más en la misa que en el Evangelio”. Volver a la misa tridentina es, según Pikaza, olvidar que Jesús instituyó la Eucaristía en una mesa humilde, no en una catedral; entre amigos, no entre coros y capas.

Quizá lo que olvidamos —o algunos prefieren olvidar— es que Jesús no instituyó la misa en un templo, sino en una casa, en torno a una mesa de amigos. No hubo incienso, ni acólitos, ni gregoriano: hubo pan, vino y una conversación profunda. Si el origen de la Eucaristía fue una cena fraterna, ¿por qué convertirla ahora en una ceremonia rígida donde apenas se mira al otro? ¿Dónde quedó el abrazo, la sonrisa, la mirada cómplice del que comparte la fe como quien comparte el pan?

La misa no es un museo, es un milagro cotidiano. Es la comunidad que se reconoce, que se anima, que se compromete a seguir amando en un mundo que se enfría. Y eso, aunque lo digamos en castellano y sin latines, sigue siendo sagrado. Porque el Espíritu no necesita traductores.

A veces pienso —y quizá con un punto de ironía— que algunos de estos custodios de la tradición querrían volver a las catacumbas, pero con aire acondicionado y velas eléctricas. Les fascina la sombra, pero temen la luz. Y sin embargo, el cristianismo nació de una tumba vacía, no de un altar cerrado.

Por eso, frente a los ecos del latín que resucitan en San Pedro, prefiero seguir escuchando las risas de las comunidades pequeñas, los cantos improvisados, el pan que se parte con torpeza pero con amor. Allí sigue vivo el Evangelio en su versión más pura: la del encuentro.

Ojalá León XIV, con su inteligencia y su fe, entienda que permitir una misa tridentina no es solo una concesión estética, sino una señal. ¡Y las señales, en la Iglesia, no son inocentes!

Mientras tanto, agradezcamos a voces como la de José Manuel Vidal, a teólogos como Castillo y Pikaza, que siguen recordándonos que la liturgia sin fraternidad es ruido, y que la fe, cuando se aleja del pueblo, se convierte en puro ritualismo.

Porque al final —y esto sí lo aprendí de mi amigo claretiano entre café y risas—, la mejor misa es aquella en la que, al salir, nadie se siente solo. Y esa, créanme, no necesita incienso ni latín: solo amor, pan y comunidad.

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