La frase resuena con una simplicidad engañosa: «lo que importan son los hechos, no las palabras». Se utiliza a menudo como un escudo para justificar comentarios hirientes o un trato descuidado, minimizando el impacto de lo que se dice. Sin embargo, esta afirmación es una de las grandes falacias que anidan en las relaciones humanas, y especialmente en el ámbito de la pareja. Las palabras no son meras vibraciones en el aire; son pilares de la realidad, instrumentos de creación y, por desgracia, armas de destrucción masiva en la intimidad. Es imperativo desmantelar este mito y comprender la profundidad del daño que la palabra infligida puede causar. El poder de la palabra trasciende lo sociológico y se adentra en lo fundacional. La tradición judeocristiana, que conforma gran parte de nuestra cultura occidental, lo establece de manera categórica.
El Génesis nos recuerda que «por la palabra fue hecha la vida»: «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz» (Génesis 1:3,5). Esta narración no es solo un relato de origen; es una declaración sobre la naturaleza creadora y, por ende, transformadora de la palabra. Si la palabra tiene el poder de invocar la existencia, ¿cómo podríamos ignorar su capacidad para destruir el espíritu, erosionar la autoestima o fracturar la confianza dentro de una relación? Un insulto, un desprecio constante, una crítica demoledora, la burla disfrazada de humor o la promesa incumplida, son, de hecho, actos de agresión que dejan cicatrices más profundas y persistentes que muchas heridas físicas. El cuerpo se cura, pero el alma marcada por la palabra hiriente puede tardar años en reconstruirse.
Cuando en el contexto de una pareja se exige que «una persona que ama tiene que aguantarlo todo», se está imponiendo una tiranía emocional disfrazada de virtud. Esta máxima, que ha servido históricamente para perpetuar el sufrimiento y la sumisión, distorsiona la esencia misma del amor. El verdadero amor, aquel que busca el bienestar, la edificación y el crecimiento mutuo, no es sinónimo de aguante ilimitado frente al abuso verbal o emocional. En «otros tiempos», sí, la consigna era aguantar, callar y sufrir. El matrimonio se concebía más como una institución social y económica que como una unión libre basada en el afecto y el respeto. Se esperaba que, por el bien de la familia, la reputación o la estabilidad, el individuo sacrificara su paz interior y su dignidad. Pero la sociedad ha evolucionado, y lo que antes era «obligación», hoy debe ser identificado como maltrato pasivo o activo.
Una relación saludable se basa en el respeto innegociable y en la libertad de ser uno mismo sin temor a ser menoscabado. La idea de que el amor debe «soportarlo todo» confunde la paciencia y la caridad con la resignación ante la falta de respeto, un camino seguro hacia la infelicidad y el deterioro psicológico. El amor no exige el auto-sacrificio de la dignidad.

Aquí es donde entra en juego el concepto de libertad, especialmente la libertad profunda que emana de una comprensión espiritual de la existencia. La fe nos recuerda que Jesús nos ha hecho libres (Gálatas: 5:1). Esta no es solo una libertad de las ataduras morales, sino una libertad radical para vivir en la verdad y la plenitud. Dios otorga la dignidad inalienable a cada ser humano, una dignidad que no puede ser pisoteada por la palabra ajena, por muy íntimo que sea el vínculo. La libertad que da Dios es el fundamento para rechazar la noción de que uno debe «aguantar» lo que daña. Si somos libres, somos libres para establecer límites sanos, para alzar la voz ante la injusticia y para abandonar aquello que nos roba la paz. Esta libertad implica la Libertad para la Verdad: reconocer y nombrar el dolor causado por las palabras; y la Libertad para el Respeto Propio: entender que el respeto es el oxígeno de la pareja.
Una vez se ha comprendido que las palabras hieren y que el amor no es una sentencia a «aguantarlo todo», el siguiente paso crucial es la acción: establecer límites saludables. Los límites no son muros que separan, sino líneas claras que definen el respeto mutuo y la integridad personal dentro de la unión. Son la manifestación práctica de la libertad que se nos ha concedido, el derecho a existir plenamente sin ser menoscabado. Rechazar esta herramienta es condenarse a revivir el patrón de sufrimiento y resignación que hemos identificado como contrario al verdadero afecto. Establecer límites comienza con la identificación de lo no negociable. En el contexto del daño verbal, esto implica trazar una línea roja infranqueable ante cualquier forma de lenguaje destructivo, incluyendo el desprecio, los gritos, los insultos o la minimización constante.
Cuando la pareja utiliza la frase «solo importan los hechos», está intentando desmaterializar el daño. La respuesta firme debe ser: «Mi límite es mi dignidad, y tus palabras son hechos que la amenazan». El límite se comunica con asertividad (usando el «lenguaje del yo»: «Yo me siento desconectado y poco valorado cuando…») y se respalda con una consecuencia inmediata, pues un límite sin ella es solo un deseo. La coherencia es la clave del éxito; la libertad se ejerce de forma constante, demostrando que la dignidad es superior al miedo a la soledad.
Pero la libertad no solo exige defensa, sino también construcción activa de la paz. Por ello, el foco debe pasar a la comunicación positiva, un reflejo del respeto en el que se basa el amor verdadero. Si la palabra es creadora, debe ser utilizada para edificar, no para derribar. La comunicación positiva no significa evitar los conflictos, sino afrontarlos con un lenguaje que honre la dignidad de la pareja. Esto significa migrar del destructivo «lenguaje de la culpa» («Tú siempre…») al «lenguaje del yo», enfocado en la expresión de las emociones y las necesidades. Un ejemplo claro es: «Yo me siento desconectado y mi necesidad es sentirme prioritario», en lugar de «Eres egoísta». Este enfoque es un acto de fe y de libertad que abre la puerta a la empatía y la negociación. Los pilares de esta comunicación creadora son la validación emocional («Entiendo por qué te sientes así»), la escucha activa y profunda (escuchar para entender), el refuerzo positivo (nombrar las cualidades) y la negociación desde la igualdad. El amor verdadero exige responsabilidad en el uso de la palabra, requiere ternura en el diálogo y se alimenta del respeto mutuo. Por lo tanto, el mensaje final es irrefutable: las palabras duelen, el daño es real, y el amor jamás pedirá a nadie que renuncie a su libertad y a su dignidad para soportar la constante agresión verbal. La nueva era de las relaciones se construye sobre la palabra sanadora y la libertad de ser plenamente feliz.