El diputado de Vox por Baleares, Jorge Campos, ha invitado al obispo de Mallorca, Sebastià Taltavull, a «acoger menas en su palacio». Una frase corta, lanzada con desprecio, pero que condensa una manera de entender la política y la fe: la de quienes utilizan el cristianismo como escudo, pero no lo practican. No es un comentario aislado, sino una muestra más del odio sistemático que ciertos sectores de la derecha española han convertido en bandera contra los más débiles, los migrantes, los pobres, los que sobran en su mundo de privilegios y fronteras.
El obispo Taltavull no hizo más que recordar lo esencial: que los migrantes no son delincuentes, sino personas que han tenido que huir de la miseria o de la violencia. Y que señalarlos como amenaza es un pecado contra la verdad y contra la caridad. Por cumplir con su deber evangélico, ha sido atacado por los que se proclaman defensores de los valores cristianos. Pero el Evangelio es claro: Jesús fue también migrante. Nació en la pobreza, fue refugiado en Egipto, caminó entre los despreciados de su tiempo. Y dejó dicho: “Fui forastero y me acogisteis” (Mateo 25,35). Quien desprecia al inmigrante desprecia a Cristo mismo.
El teólogo José María Castillo lo expresó con lucidez: “El cristianismo no consiste en creer en dogmas, sino en practicar el amor. Y el amor, cuando se traduce en estructuras, se llama justicia.” Por eso es incompatible con cualquier política o discurso que fomente el miedo, el odio o la exclusión. Ninguna cruz ni misa ni consigna patriótica puede justificar el desprecio hacia los pobres o el abandono del que sufre.

El Papa Francisco, que tanto incomodó a los sectores ultracatólicos y a la derecha más dura, fue una voz profética hasta el final. “El migrante no es un enemigo que hay que temer, sino un hermano que hay que acoger,” repetía. Murió en abril de 2025, y su muerte desnudó el alma de muchos: hubo sacerdotes y fieles que, antes de que llegara ese día, rezaban por que muriera, como si la compasión y la misericordia fueran una amenaza. Rezar por la muerte de un Papa por predicar el Evangelio en su forma más pura es una de las páginas más oscuras del catolicismo contemporáneo. Pero no sorprende: también conspiraron contra Jesús quienes no soportaban su mensaje de amor radical.
Xavier Pikaza ha recordado que el extranjero es la prueba de fuego de la fe cristiana: “En él se mide nuestra fidelidad al Evangelio. No se trata solo de dar pan, sino de compartir la mesa.” Desde Abraham hasta Jesús, toda la historia de la salvación ha sido una historia de migraciones, de pueblos que caminan, de hombres y mujeres que buscan tierra y dignidad. Negar al inmigrante es negar la propia historia de Dios con la humanidad.
Por eso es una contradicción monstruosa que quienes se autoproclaman defensores de la civilización cristiana sean los primeros en insultar, humillar o expulsar al extranjero. Se envuelven en la bandera, pero no en el Evangelio. Hablan de patria, pero no de prójimo. Y su religión es una máscara: una fe sin amor, una moral sin misericordia, un cristianismo sin Cristo.
El Evangelio no es cómodo, ni rentable, ni populista. Es exigente, incómodo y profundamente subversivo. Jesús no pidió documentos, pidió amor. No bendijo fronteras, sino abrazos. No distinguió entre nacionales y extranjeros, entre “los nuestros” y “los otros”. Y cuando vio que los poderosos o los religiosos utilizaban la fe para oprimir, les llamó hipócritas.
Hoy, como entonces, el fariseísmo sigue vivo. Los mismos que dicen defender la fe son los que crucificarían de nuevo a Jesús si volviera a predicar entre nosotros. Porque Jesús defendería al inmigrante, al pobre, al excluido. Y ellos no soportan la verdad del Evangelio, esa verdad que dice: “Apartaos de mí, porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me acogisteis.”
Cuando llegue ese día, cuando esas palabras se escuchen de nuevo, los que hoy levantan muros y cierran los ojos entenderán —demasiado tarde— que no rechazaron a un inmigrante, sino al mismo Cristo.
Y quizá entonces alegarán, con su falsa humildad, que ellos iban a misa, que comulgaban, que defendían “los valores”. Pero ya no habrá procesiones ni incienso que disimulen la verdad: no eran creyentes, eran funcionarios del templo, mercaderes de la fe. Querrán tocar la puerta del Reino, pero no habrá entrada para los que convirtieron la cruz en alambrada. Porque el Dios al que dicen adorar no vive en los palacios ni en los escaños, sino en las pateras y en las calles. Y allí, entre los que ellos despreciaron, seguirá Cristo, esperando a los que aún sepan amar.