El verdadero rostro de la vida: la coherencia que exige el Papa León XIV

El verdadero rostro de la vida: la coherencia que exige el Papa León XIV

Las recientes palabras del Papa León XIV han removido las aguas tranquilas de la moral contemporánea. “Quien dice estar en contra del aborto pero a favor de la pena de muerte no es realmente provida”, afirmó el Papa, abriendo un debate que trasciende la frontera entre lo religioso y lo político. Con su mensaje, ha querido recordar que defender la vida no puede limitarse a un único capítulo del ciclo humano, sino que debe abarcar todas las etapas y condiciones de la existencia.

Las reacciones no tardaron en llegar. Los sectores más conservadores, especialmente aquellos cercanos a ciertos movimientos políticos, respondieron con dureza. Hubo quienes lo acusaron de populista, de confundir la doctrina con ideología, incluso de “haber cedido al discurso progresista”. Sin embargo, más allá del ruido y los titulares, el Papa ha hecho algo profundamente incómodo: ha exigido coherencia moral. No se puede hablar de amor a la vida y al mismo tiempo justificar el desprecio o la eliminación del que sufre.

El mensaje de León XIV desafía una visión parcial del cristianismo, aquella que convierte la defensa de la vida en un eslogan político y no en una convicción espiritual. El Santo Padre ha recordado que la vida es un valor absoluto, que no admite excepciones por conveniencia o por cálculo ideológico. Su defensa debe extenderse al niño por nacer, pero también al preso condenado, al migrante rechazado, al enfermo abandonado y al pobre olvidado.

Pero más allá de los discursos, hay heridas abiertas que exigen memoria. En algunos pueblos de América Latina, especialmente en El Salvador, la historia reciente guarda episodios que estremecen la conciencia humana. Mujeres embarazadas fueron asesinadas por el ejército; sus cuerpos abiertos con cuchillos, sus hijos arrancados del vientre para ser también ejecutados. En aquellos años de violencia, ni siquiera los niños se salvaron. Hay testimonios de pequeños de seis o siete años a los que disparaban, y cuyos cuerpos eran luego arrojados a las llamas. Algunas madres, escondidas entre los matorrales, escuchaban los gritos de sus hijos mientras ardían vivos, impotentes ante una crueldad que ningún lenguaje puede describir sin temblar.

Las injusticias cometidas en América Latina fueron de una brutalidad indescriptible. Secuestros, violaciones, torturas, desapariciones… todo cometido en nombre de un supuesto orden. Y, lo que es aún más doloroso, hubo quienes justificaron esos horrores, quienes desde una posición cómoda señalaron a las víctimas como “comunistas”, como “enemigos de la fe”. Entre ellos estaban sacerdotes, religiosas y fieles laicos que solo pedían justicia. Monseñor Óscar Romero fue uno de ellos: denunció la opresión, dio voz a los pobres y acabó asesinado mientras celebraba la misa. Su muerte, lejos de apagar el Evangelio, lo encarnó en su forma más pura: la del pastor que da la vida por sus ovejas.

Y mientras en esas tierras la sangre se mezclaba con la tierra, en Roma se daban escenas difíciles de olvidar. Juan Pablo II, en un gesto que todavía hoy provoca controversia, hizo arrodillarse y humilló públicamente a Ernesto Cardenal, el sacerdote-poeta que había tomado partido por los oprimidos. Fue una imagen dura, simbólica, que muchos interpretaron como una desautorización de quienes desde la fe buscaban enfrentarse a la barbarie. Cardenal, con su rostro inclinado, representaba a toda una generación de creyentes que comprendieron que defender la vida no era solo condenar el aborto, sino también alzar la voz contra las dictaduras, la tortura y el hambre.

El Papa León XIV, al hablar hoy de coherencia, parece querer reconectar con esa verdad profunda que tantos mártires comprendieron antes que él. La vida no se defiende solo con palabras ni desde los templos, sino con gestos concretos frente a la injusticia. Defender la vida implica también denunciar las estructuras que la aplastan. Significa reconocer que no hay causa más provida que la justicia, ni oración más sincera que la que se eleva en medio del sufrimiento del inocente.

León XIV no propone una nueva doctrina, sino una conversión moral. Reclama una fe que no seleccione qué vidas son dignas de ser defendidas. Su mensaje incomoda porque toca la herida del egoísmo colectivo, ese que prefiere callar ante la miseria o justificar el poder cuando mata. Ser provida no es elegir una causa: es asumir todas las causas de la vida.

Frente a quienes intentan reducir el Evangelio a una consigna política, León XIV responde con una verdad sencilla y luminosa: cada vida humana posee el mismo valor, sin distinción ni condición. No existen vidas más dignas que otras, ni motivos que justifiquen el desprecio o la muerte. La vida no se clasifica, se acoge; no se mide, se respeta. En ella, siempre, habita el misterio de Dios. Esa es la coherencia que el Papa reclama, y tal vez por eso el mundo, temeroso de perder sus certezas, se resiste a escucharla.

En un tiempo donde la fe corre el riesgo de convertirse en identidad tribal, su voz recuerda el corazón del cristianismo: la compasión, la justicia, la misericordia. Las lágrimas de aquellas madres salvadoreñas, los cuerpos de los niños quemados, las heridas de los pueblos que sufrieron la violencia, siguen clamando desde la historia. Y el Papa, al recordarnos que no se puede defender una vida mientras se desprecia otra, devuelve humanidad a una Iglesia que, en ocasiones, había preferido mirar hacia otro lado.

Ser provida —en toda su plenitud— es ser testigo de la vida, incluso en medio de la muerte.

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