El PSOE conmemora el 175 aniversario del nacimiento de su fundador, Pablo Iglesias, en Ferrol, con un acto en el que se descubría la réplica de una placa histórica. El acto se celebró en el parque de Esteiro que lleva su nombre a las 12.00, con la presidenta del Congreso, Francina Armengol; el secretario general de UGT, Pepe Álvarez; la secretaria de Organización del PSOE, Rebeca Torró o el secretario del PSdeG, José Ramón Gómez Besteiro, entre otros.
Ferrol no cabe en un solo relato. Ni en un decreto, ni en una consigna, ni en un eslogan que pretenda condensar siglos de esfuerzo, sacrificio y dignidad. Ferrol es —y ha sido siempre— una ciudad de acero y de alma, de ingenieros y marineros, de sacerdotes valientes y obreros que se dejaron la piel, y a veces la vida, en los astilleros. Quien hable de Ferrol sin recordar esa historia plural, quien pretenda reducirla solo a uno de sus rostros, se quedará inevitablemente corto.
Es cierto que esta ciudad tiene una trayectoria brillante en la construcción naval, en la ingeniería, en el servicio a España desde los arsenales, en la Armada y en la industria. Nadie con un mínimo de honestidad histórica podría negarlo. Ferrol levantó buques, formó marinos, sostuvo empleos cuando otras regiones caían y contribuyó de manera decisiva a la modernización del país. Esa parte de la historia merece respeto y orgullo, sin duda. Pero Ferrol también fue, y sigue siendo, un símbolo de la lucha por la dignidad de la clase trabajadora, por la libertad y por la justicia social.
Aquí no se trata de contraponer una memoria a otra, sino de completarlas. Porque Ferrol no es una sola voz: es un coro de muchas historias, de muchas vidas, de muchas verdades. La historia oficial, la que a veces se dicta desde los despachos o los editoriales, olvida que en estas mismas calles hubo obreros que lucharon por un pan más justo, por un convenio digno, por el respeto a su trabajo. Y que en esa lucha hubo víctimas, hubo cárcel, hubo dolor.
En Ferrol, la memoria no se lee en los decretos, sino en las manos curtidas de los que salían de madrugada hacia Bazán o hacia Astano, en los ojos cansados de los que sabían que aquel día podía costarles un accidente o algo peor. Yo lo viví. Soy hijo y nieto de obreros de los astilleros ferrolanos. Sé cómo trabajaban, cómo luchaban, y cómo muchos de ellos regresaban cubiertos de hollín o no regresaban en absoluto. Algunos quedaron carbonizados en los talleres, y era difícil incluso reconocerlos. No hay monumento suficiente para quienes entregaron tanto y recibieron tan poco.
Ferrol también tuvo sus mártires. En 1972 murieron dos trabajadores en una protesta por un convenio laboral, un hecho que marcó la memoria obrera de toda Galicia y de España entera. No luchaban por ideología, sino por justicia, por condiciones de trabajo humanas. Aquel episodio no fue un pie de página: fue un grito de dignidad que todavía resuena.

Y no se puede hablar de Ferrol sin recordar a los sacerdotes que se pusieron del lado del pueblo cuando hacerlo costaba caro. Gabriel Vázquez Seijas, Antonio Martínez Aneiros, José Chao Rego o Vicente Couce —éste último más tarde en América Latina sirviendo a los pobres— fueron hombres de fe, pero también de coraje. Pagaron con la cárcel su compromiso con los obreros, su decisión de abrir las puertas de la iglesia para que no fueran apaleados por la policía. Ferrol también tuvo un clero comprometido con la justicia social, una Iglesia que no miró hacia otro lado cuando la represión golpeaba a su gente.
Y, por supuesto, aquí nació Pablo Iglesias Posse, el fundador del socialismo español. Un hombre austero, que durmió en los portales y dedicó su vida a defender al pobre y al oprimido. Su cuna en Ferrol no es una anécdota, es una raíz. Su ejemplo forma parte del mismo ADN que hizo posible la construcción de buques y la formación de marinos: el esfuerzo, la disciplina, la solidaridad.
Por eso, cuando se habla de Ferrol, no basta con ensalzar su pasado militar o industrial. También hay que recordar su dimensión humana, su conciencia social, su lucha colectiva por una vida más justa. Reducir la memoria ferrolana solo a los arsenales o a los símbolos de la nación es tan injusto como negarle su aportación al progreso de España.
Ferrol no es un trofeo ideológico ni un campo de batalla política. Es una ciudad que ha sufrido, que ha trabajado, que ha creído y que ha luchado. Ferrol es el reflejo de un país entero: capaz de construir fragatas y de levantar conciencias. Y su memoria no debe dividirse entre unos y otros, sino reconocerse en su totalidad, con sus luces y sus sombras, con su orgullo y su dolor.
La verdadera memoria no selecciona, incluye. No se dicta, se comparte. No se usa, se honra. Y Ferrol, si ha de recibir algún día un reconocimiento oficial, que sea completo: a sus obreros y a sus ingenieros, a sus marinos y a sus sacerdotes, a sus muertos y a sus vivos, a todos los que desde esta ría han hecho historia sirviendo a España y a la justicia social.
Porque Ferrol no se explica con un solo relato, ni se resume en una sola bandera. Ferrol es acero, es fe, es sudor, es rebeldía. Es el orgullo de un pueblo que ha sabido mantener la cabeza alta en los buenos tiempos y en los malos. Y esa memoria, la que se escribe con manos obreras y con corazones limpios, es la que de verdad nos une.