Cuba: entre la opresión interna y el asedio externo, una bomba sanitaria con dos detonadores

Cuba: entre la opresión interna y el asedio externo, una bomba sanitaria con dos detonadores

Cuba vive hoy una tormenta perfecta: el colapso sanitario, la falta de insumos médicos, el éxodo de profesionales de la salud y el dengue avanzando sin control. Detrás de todo esto están, como piezas inseparables, la mala gestión interna del régimen y el peso implacable del bloqueo estadounidense. No se trata de repartir culpas por conveniencia, sino de reconocer una verdad compleja: el gobierno cubano tiene una enorme responsabilidad, pero las sanciones externas agravan y prolongan cada falla estructural.

El país atraviesa una crisis sanitaria de dimensiones mayúsculas. Los hospitales están colapsados, los medicamentos escasean, las pruebas diagnósticas son casi inexistentes y los ciudadanos padecen las consecuencias de un sistema que hace años dejó de ser modelo. En Matanzas, Cárdenas y otras provincias, el dengue y el chikungunya se expanden mientras el Estado apenas reconoce las cifras. Denuncias de médicos como Miguel Alejandro Guerra Domínguez han revelado la carencia de pruebas, el uso de instalaciones deterioradas y la falta de condiciones mínimas para atender a los enfermos.

El Ministerio de Salud Pública se ha visto obligado a reconocer al menos tres muertes por dengue en 2025, aunque las cifras reales podrían ser mayores. En paralelo, pacientes con cuadros graves son ingresados en cuidados intensivos en varias provincias, donde faltan reactivos, medicamentos y equipos básicos. Los antihipertensivos, los fármacos para la diabetes, los diuréticos y los insumos de laboratorio prácticamente han desaparecido de las farmacias. La escasez generalizada alcanza niveles de emergencia, mientras se suman los apagones, el agua contaminada, la basura sin recoger y hospitales que se desmoronan.

Ante el caos, el discurso oficial vuelve a recurrir a su manual histórico: culpar a Estados Unidos, a la CIA, a supuestas guerras biológicas y conspiraciones externas. Durante décadas, el régimen ha usado esta narrativa para eludir la autocrítica. Sin embargo, en este caso, una parte del argumento tiene fundamento. El bloqueo estadounidense, vigente desde hace más de sesenta años, entorpece severamente la importación de medicamentos, piezas, equipos médicos y suministros básicos. Entre marzo de 2023 y febrero de 2024, el impacto sobre el sistema de salud cubano ascendió a más de 268 millones de dólares, según datos oficiales. Los daños acumulados desde la imposición del embargo se estiman en más de 3.300 millones de dólares.

Las restricciones también afectan servicios esenciales como la recolección de basura o la purificación del agua. Muchas veces, Cuba no puede adquirir piezas de repuesto para camiones de limpieza, plantas potabilizadoras o cajeros automáticos, lo que genera acumulación de residuos, escasez de efectivo y fallos logísticos que alimentan el deterioro cotidiano. El bloqueo impide además transacciones financieras directas, encarece el comercio con terceros países y retrasa las operaciones internacionales. Es una presión constante que agrava un sistema ya debilitado.

Sin embargo, las sanciones no explican el colapso total. El régimen cubano ha gestionado con torpeza su infraestructura, ha priorizado la propaganda sobre la inversión pública y ha desatendido la planificación sanitaria durante años. La exportación masiva de médicos para obtener divisas dejó a los hospitales locales sin personal suficiente, mientras la corrupción, la burocracia y la opacidad informativa han corroído la confianza social. Si el bloqueo asfixia, la negligencia interna estrangula.

El resultado es una sociedad agotada, atrapada entre la escasez y el desencanto. Y esa realidad, más allá de la política, tiene un rostro humano. En sus entrevistas más recientes, el escritor Leonardo Padura ha descrito con crudeza la desesperanza que recorre la isla. En su novela Morir en la arena, y en conversaciones con medios internacionales, retrata un país que “se apaga poco a poco”: un lugar donde los apagones, la falta de alimentos y de medicinas, y la emigración de los jóvenes son parte del paisaje cotidiano. Padura lo resume con una frase tan simple como devastadora: “Lo que más falta hoy no es la comida, el combustible o el café; lo que más falta es la esperanza.”

El propio autor ha contado que, para resistir los apagones, tuvo que invertir cerca de 4.000 dólares en paneles solares para su casa en La Habana. Un lujo imposible para la mayoría. Su voz, respetada incluso por quienes no comparten su visión política, refleja la sensación de abandono que siente el pueblo cubano: un cansancio que va más allá del hambre o de la falta de medicamentos, un agotamiento moral profundo.

En este contexto, la doble asfixia es evidente. Por un lado, el bloqueo externo dificulta las importaciones, impide modernizar los hospitales y limita el acceso a recursos vitales. Por otro, el régimen se aferra a su modelo cerrado, ineficiente y autoritario, donde la crítica se castiga y los errores se repiten. Entre ambas fuerzas —el cerco y la incompetencia—, la población se queda sin salida.

Cuba no es solo víctima ni solo culpable. Es un país atrapado en su propia paradoja: castigado desde fuera y mal gobernado desde dentro. El dengue y la crisis sanitaria son solo los síntomas visibles de una enfermedad más profunda, que combina aislamiento, burocracia y falta de liderazgo.

El verdadero desafío no será elegir a quién culpar, sino quién tendrá el valor de cambiar las cosas. Porque mientras el régimen niega y Estados Unidos mantiene sus sanciones, la gente común sigue enfermando, esperando y sobreviviendo. Y en medio del dolor, la advertencia de Padura resuena más actual que nunca: cuando un pueblo pierde la esperanza, el país entero enferma.

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