UNA IGLESIA QUE VUELVE AL EVANGELIO: EL OBISPO DE ZAMORA Y EL MILAGRO DE LA FRATERNIDAD

UNA IGLESIA QUE VUELVE AL EVANGELIO: EL OBISPO DE ZAMORA Y EL MILAGRO DE LA FRATERNIDAD

En tiempos en los que la fe parece diluirse entre el ruido del mundo y las prisas del tener más que del ser, la Iglesia de Zamora nos regala un signo luminoso de esperanza. Su obispo, don Fernando Valera, ha decidido transformar el palacio episcopal —tradicional símbolo de autoridad y poder— en una casa de convivencia sacerdotal, un hogar donde sacerdotes y obispo comparten la vida diaria, la oración, el pan y la fe. Este gesto, humilde y profundamente evangélico, recuerda los orígenes mismos del cristianismo, cuando los primeros discípulos de Jesús vivían “un solo corazón y una sola alma” (Hechos 4,32).

El obispo Valera ha querido mostrar que el verdadero liderazgo en la Iglesia no se ejerce desde el trono, sino desde el servicio. Como dijo Jesús: “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Marcos 9,35). Esta nueva iniciativa de las casas de convivencia sacerdotal no es simplemente una propuesta pastoral; es una revolución silenciosa del espíritu, una invitación a redescubrir la alegría de la fraternidad, la cercanía, la comunión, y el compartir diario como fuente de vida y de fe.

Qué necesario es hoy volver a las raíces. Volver a esas pequeñas comunidades donde todos se conocían, donde la fe se vivía en lo cotidiano, donde el pan se partía y el corazón también. Don Fernando ha entendido que el sacerdocio, sin comunidad, puede volverse soledad; y que la soledad, sin oración y sin hermanos, puede convertirse en tristeza. Por eso, su gesto no solo transforma un edificio, sino que renueva la manera de vivir el sacerdocio. En esta casa de convivencia —levantada en el corazón mismo del palacio episcopal— se respira el aire de los Hechos de los Apóstoles: “Perseveraban unánimes en la oración, en la fracción del pan y en la enseñanza” (Hechos 2,42).

Qué hermoso testimonio ofrece esta decisión del obispo de Zamora. En lugar de encerrarse en un despacho o en los protocolos de su cargo, abre las puertas de su casa a sus sacerdotes, especialmente a los que vienen de lejos, de África, de otras tierras donde la fe se vive con sencillez y entrega. Este gesto no solo es una muestra de hospitalidad, sino un signo profético, porque en un mundo marcado por la soledad, el individualismo y la distancia, la Iglesia está llamada a ser hogar, mesa compartida, fraternidad viva.

Pero esta nueva forma de vida también nos interpela. Nos obliga a preguntarnos: ¿qué clase de Iglesia queremos hoy? Muchos de nosotros soñamos con una Iglesia auténtica, no de masas, sino de corazones convertidos. Una Iglesia que no viva de apariencias, de ritos cumplidos por costumbre, sino de fe encendida, de compromiso real. Es triste ver cómo muchos niños hacen su Primera Comunión solo como una fiesta social, con vestidos, regalos y fotografías, pero sin un verdadero encuentro con Cristo. ¿Dónde está el compromiso de las familias con la oración diaria, con la transmisión viva de la fe? ¿Dónde está el hogar como “iglesia doméstica”, donde se enseña a rezar, a amar, a perdonar, a servir?

Cuando criamos a un hijo, nos esforzamos en darle estudios, en enseñarle a triunfar, en que llegue lejos. Pero ¿de qué sirve llegar lejos si se camina sin alma? ¿De qué sirve un título, una carrera brillante, si el corazón está vacío de Dios? Jesús nos dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mateo 16,26). Y cuántas veces lo vemos: personas con éxito, con dinero, con fama, pero rotas por dentro, hundidas en la tristeza o en la desesperación. Porque cuando falta la fe, falta el sentido. Y sin sentido, la vida se desmorona.

Por eso, la Iglesia que soñamos no es una Iglesia de masas, sino una comunidad viva de discípulos, una familia donde se comparta la fe con alegría y donde cada uno encuentre su lugar para servir. La Iglesia que quiero —y que muchos queremos— es una Iglesia pobre y servidora, donde el obispo viva como hermano, donde los sacerdotes compartan su pan, donde los laicos recen en casa y se formen en el Evangelio, donde los niños aprendan que la fe no es un traje de un día, sino un camino de toda la vida.

Y en ese sueño, el ejemplo del obispo de Zamora se alza como una luz. Él nos recuerda que evangelizar no es hacer grandes discursos, sino vivir el Evangelio con sencillez. Que servir no es rebajarse, sino elevar el alma. Que la autoridad cristiana nace del amor, no del poder. Su testimonio nos enseña que la fraternidad no se impone, se contagia. Y que cuando una Iglesia se convierte en casa, en familia, en comunidad, Cristo vuelve a caminar entre nosotros.

En este tiempo en que la fe necesita testigos más que maestros, la diócesis de Zamora se convierte en un faro. Porque cuando un obispo vive con sus sacerdotes, reza con ellos, comparte su mesa y su corazón, el pueblo lo percibe, y se acerca a Cristo. Y entonces, como en las primeras comunidades, se cumple la promesa: “Mirad cómo se aman” (Juan 13,35). Esa es la verdadera evangelización. Esa es la Iglesia que soñamos.

Una Iglesia que no acumula, sino que comparte. Que no domina, sino que sirve. Que no impone, sino que acompaña. Y que, como el obispo de Zamora, se atreve a abrir sus puertas para que vuelva a soplar el Espíritu que hizo nuevas todas las cosas.

Porque solo cuando vivimos como hermanos, Cristo resucita en medio de nosotros.

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