Una familia, una casa: la urgencia de un derecho fundamental

Una familia, una casa: la urgencia de un derecho fundamental

En España, la vivienda se ha convertido en el epicentro de una crisis silenciosa que atraviesa el corazón de la vida cotidiana. Lo que debería ser un derecho básico —un hogar donde vivir con dignidad— se ha transformado en un bien de lujo sometido a las reglas del mercado y la especulación. Mientras algunos acumulan inmuebles como inversión, otras familias sobreviven en espacios insalubres, pagando precios que desafían toda lógica humana.

El salario medio apenas alcanza los 1.300 euros, mientras los alquileres superan en muchas ciudades los 1.600. Más de la mitad de las hipotecas firmadas el último año se pagaron al contado, y solo una minoría se destinó a primera vivienda. El resultado es una brecha cada vez mayor entre quienes pueden comprar y quienes apenas logran alquilar. El acceso a la vivienda se ha convertido en un espejo de la desigualdad estructural.

A esta realidad se suma otra, más dolorosa y visible en las calles: la exclusión residencial. Decenas de miles de personas viven sin hogar, y cientos de miles lo hacen en condiciones precarias. Son quienes habitan en locales húmedos, en pisos sin ventilación o en habitaciones compartidas por precios abusivos. Como el caso de una mujer asmática que paga 300 euros por un bajo de 30 metros cuadrados sin cocina ni salida de gases, con agua corriendo por las paredes. Un ejemplo cercano de cómo la precariedad habitacional enferma el cuerpo y la dignidad.

Cáritas advierte desde hace años que la vivienda se ha convertido en el nuevo rostro de la exclusión social. No solo afecta a quienes no tienen techo, sino a miles de trabajadores con empleo que no pueden permitirse una casa adecuada. Tener trabajo ya no garantiza un hogar, y eso revela un fallo estructural en la justicia económica.

Ante esta realidad, la voz de la Iglesia también ha querido hacerse oír. El obispo de Mondoñedo-Ferrol, Fernando García Cadiñanos, insiste en que la vivienda es una cuestión de dignidad humana. Formado en Doctrina Social y comprometido con la acción pastoral, recuerda que “sin casa no hay hogar, y sin hogar no hay comunidad”. Su reflexión encarna una idea evangélica profunda: la casa no es solo un espacio físico, sino un lugar de encuentro, de amparo y de vida compartida.

El Evangelio está lleno de referencias al hogar como símbolo de justicia, refugio y fraternidad. En el Evangelio según San Lucas (10, 5-7), Jesús dice a sus discípulos:

En la casa donde entréis, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz.”

Esa invitación a llevar paz y dignidad a cada casa es hoy una llamada urgente a restaurar el valor humano del hogar, más allá de su valor económico. También en Mateo (7, 24-25), Jesús compara al hombre sabio con quien construye su casa sobre roca, no sobre arena. Una imagen poderosa que hoy puede leerse como metáfora social: una sociedad construida sobre cimientos injustos, donde unos pocos tienen de sobra y otros no tienen nada, está condenada a derrumbarse.

Y en Juan (14, 2), Jesús ofrece una promesa consoladora:

En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo habría dicho.

Una visión que subraya que todo ser humano tiene un lugar preparado, un espacio donde ser acogido y amado. En esa imagen evangélica se sostiene la convicción de que la vivienda no es un lujo, sino una expresión de la dignidad humana que nadie debería perder.

En el plano civil, esto exige políticas valientes. No se trata de atacar la propiedad privada, sino de regularla para proteger el bien común. Limitar la especulación, gravar la acumulación de viviendas vacías y ampliar el parque público son medidas necesarias para evitar que el derecho a la vivienda se convierta en un privilegio. Porque no puede ser que un fondo de inversión acumule diez pisos mientras una familia duerme en un coche.

“Una familia, una casa” no es un lema político: es una exigencia ética. Por encima del derecho de unos pocos a poseer más, está el derecho de todos a vivir con dignidad. Reconocer la vivienda como un derecho fundamental —al nivel de la educación o la sanidad— sería dar un paso histórico hacia una sociedad más humana.

El obispo García Cadiñanos lo resume en una frase que podría servir de guía: “La economía debe estar al servicio de las personas, no las personas al servicio de la economía.”

Porque, en definitiva, una casa no es solo un techo. Es el espacio donde se construye la identidad, donde se crían los hijos, donde se sueña y se reza. Es el lugar donde la vida se hace posible. Y mientras haya alguien sin hogar, la justicia seguirá incompleta.

Una familia, una casa. No es un eslogan: es un principio de humanidad.

Pero mientras tanto, los políticos siguen discutiendo, pasándose la pelota unos a otros, entre promesas vacías, excusas y cálculos electorales. La vivienda es un derecho reconocido en nuestra Constitución, no un favor ni una concesión pendiente de acuerdo. Quienes tienen responsabilidades públicas no pueden seguir mirando hacia otro lado mientras miles de personas viven sin un techo digno. Ya no basta con hablar: hay que actuar.

Porque duro no es escuchar críticas, duro es dormir en la calle, en pleno invierno, bajo un portal helado mientras los despachos siguen encendidos. Duro es perder la salud, la esperanza y la dignidad mientras los responsables políticos discuten quién debe hacer lo que todos deberían haber hecho hace tiempo.

Y conviene recordarlo con toda claridad: la Constitución Española, en su artículo 47, reconoce el derecho de todos los ciudadanos a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. No es una recomendación, es una obligación legal y moral del Estado. Cumplirla no es un gesto de buena voluntad: es cumplir con la justicia, con la ley y con la dignidad humana que sostiene toda sociedad decente.

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