Hay lugares que no solo se habitan con el cuerpo, sino también con el alma. Rincones que, al mirarlos desde una ventana, parecen hablar en silencio, como si la brisa entre los árboles llevara mensajes antiguos de ternura y arraigo. Molleda es uno de esos lugares. Sus prados verdes, los montes que abrazan el horizonte y la calma que respira su aire hacen que quien llega hasta aquí sienta, al instante, que pertenece a esta tierra, aunque sea por primera vez.
La vista desde la ventana es un cuadro vivo. Los árboles se mecen suavemente, como si se inclinaran para dar la bienvenida. En la lejanía, un puente parece tender la mano entre colinas, recordando que incluso lo construido por el hombre puede integrarse con respeto en el paisaje. El verde domina todo, y con él llega la paz, esa serenidad que pocas veces se encuentra en un mundo apresurado. Aquí, el tiempo se detiene, o mejor dicho, avanza al ritmo que marcan las estaciones.
Y luego están los bosques. Altos, firmes, erguidos hacia el cielo como guardianes que custodian la memoria de quienes han pasado por estos caminos. Caminar entre ellos es escuchar un rumor secreto, como si cada hoja susurrara una historia. Entre los troncos delgados y resistentes, la mirada se eleva, buscando la luz que se filtra en destellos plateados. Es en esa penumbra, entre sombras y reflejos, donde uno siente la grandeza de lo sencillo.
Pero lo que convierte a un lugar en hogar no son solo sus paisajes, sino las personas que lo habitan. Entre esas montañas y prados late un corazón noble, el de alguien cuya ternura y sensibilidad parecen fundirse con la tierra misma. Una mirada inocente, una sonrisa que ilumina, como si la propia naturaleza se reflejara en ella. No hace falta nombrarla, porque está presente en cada rincón: en la suavidad del viento, en el murmullo de las hojas, en la calma que acaricia al visitante. Es como si esa dulzura invisible envolviera todo Molleda, haciéndolo aún más humano, aún más cercano.
Dejar una tierra querida siempre duele. Es como arrancar una raíz que sigue viva, como cerrar una puerta sin querer hacerlo. Y, sin embargo, el recuerdo se convierte en un refugio secreto: basta con cerrar los ojos para volver a escuchar el canto de los pájaros al amanecer, sentir la hierba fresca bajo los pies, ver los tejados rojizos abrazados por la calma de las montañas. Ese dolor de la despedida se transforma en gratitud, porque haber amado una tierra significa que algo de ella se queda para siempre dentro de uno mismo.
Molleda no es solo un paisaje; es un abrazo callado, una promesa de cobijo para quien llega cansado. Hay tierras que parecen adoptarnos, que nos hacen sentir en casa aunque no hayamos nacido en ellas. Aquí, cada piedra, cada árbol, cada sendero parece susurrar: “Quédate, aquí hay un lugar para ti”. Y es imposible no emocionarse al sentir cómo un rincón del mundo se convierte en patria del corazón.

Cuando uno descubre una tierra así, entiende que la vida está hecha de raíces visibles e invisibles. Las visibles son los caminos, los pueblos, los montes. Las invisibles son las emociones, los recuerdos, las personas que dan calor a todo lo demás. En Molleda, ambas se entrelazan: la belleza del paisaje y la dulzura de quienes lo habitan forman un lazo imposible de romper.
Y entonces, lo importante no es solo estar, sino saber que ese lugar nos ha acogido, que nos ha dejado formar parte de su historia, aunque sea por un instante. Porque la verdadera pertenencia no la dictan los documentos ni las direcciones, sino la emoción de sentirse en paz, de mirar alrededor y sonreír, sabiendo que ese rincón del mundo nos ha regalado un trozo de eternidad.
Molleda es eso: eternidad en lo sencillo. Es la brisa que acaricia el rostro, el canto lejano de un gallo al amanecer, el eco de risas que resuenan entre las montañas. Es la inocencia hecha sonrisa y la nobleza hecha tierra.
Y, entre todo lo que Molleda guarda, hay algo que brilla con más fuerza que sus montañas, sus prados y sus bosques. Eres tú. Porque tu mirada, limpia e inocente, es como ese amanecer que tiñe de esperanza cada jornada. Tu sonrisa, dulce y sincera, tiene la misma capacidad de encender el paisaje que un rayo de sol atravesando las ramas. No hace falta nombrarte: estás en cada rincón, en cada hoja que tiembla con el viento, en cada silencio que se llena de ternura.
Eres la esencia que convierte a esta tierra en un lugar aún más especial. La nobleza con la que caminas, la sensibilidad que desprendes en cada gesto, hacen que Molleda no solo sea un rincón hermoso, sino un hogar del alma. Y quienes te rodean saben que hay en ti algo tan puro como el agua que baja de las montañas, algo que no se olvida, aunque uno deba partir.
Ojalá que siempre sepas cuánto inspiras, cuánto iluminas. Porque Molleda no sería lo mismo sin la luz que dejas en ella. Tú eres la raíz más tierna de esta tierra: aquella que no se arranca, que permanece para siempre en el corazón.