Hablar de Gabriel Vázquez Seijas es hablar de una vida marcada por la entrega, el trabajo incansable y una cercanía desarmante. Nació en el barrio coruñés de la Ciudad Vieja en 1927 y vivió su infancia en Ferrol, donde los caminos del puerto y de la solidaridad dejaron la impronta de una ciudad de frontera y encuentro. Su formación sólida –en Comillas, Salamanca y la Universidad Gregoriana de Roma– forjaron un sacerdote de profunda espiritualidad, pero fueron las calles y las parroquias quienes terminaron de perfilar su corazón de pastor.
Ordenado en Mondoñedo en 1953, Gabriel fue mucho más que un sacerdote de parroquia. Fue consiliario nacional de la JOC y la HOAC, director espiritual del seminario de Mondoñedo, y delegado episcopal de Cáritas entre 1984 y 1993. Pero esos títulos solo dan una idea pálida de su verdadera talla. Quienes lo conocieron recuerdan a un hombre que apostaba por la fraternidad en tiempos duros, que no dudaba en mancharse las manos para defender a los humildes, a los trabajadores, a los que nadie miraba. “Estuvo presente en todos los graves problemas que Ferrol vivió con una fidelidad inquebrantable a la clase obrera y a los pobres”, escribió el deán y amigo Segundo Pérez López.
En mayo de 1970, cuando los huelguistas de la empresa Peninsular Maderera buscaron refugio en la iglesia de San Rosendo, fue Vázquez Seijas quien les abrió las puertas y se negó a abandonarlos, a pesar de la presión policial. Su detención, breve pero memorable, selló para siempre su imagen de pastor valiente que sabe anteponer la fidelidad al Evangelio a cualquier prudencia humana. Fue el sacerdote que nunca se escondió, que defendió la justicia aunque costara pagar el precio.
No fue un cura de sacristía. Era conocido por recorrer las casas de los vecinos, saber sus nombres, compartir las penas y alegrías de la vida cotidiana. En las parroquias de Santa Cruz y de San Rosendo, su presencia era un bálsamo para los heridos, una mano tendida siempre a los que sufrían. Y a los jóvenes les deja una herencia imborrable: creó el albergue de San Juan de Esmelle, donde la juventud podía acampar, crecer y descubrir que el Evangelio es alegría y libertad. Los jóvenes lo adoraban. Sabía atraerles con cercanía, humor y autenticidad, sin miedo a escuchar ni a participar de la vida real de la gente.

La acción social no era para él una moda, sino el núcleo del cristianismo. Como responsable de Cáritas, impulsó proyectos solidarios, acompañó a los más vulnerables, y sembró una cultura de compasión que todavía hoy se siente en Ferrol. Supo hacer suya la consigna: “la fe, si no tiene obras, está muerta”. Su espiritualidad era intensamente contemplativa, pero desembocaba siempre en la entrega y el servicio. Quien se acercaba a Gabriel encontraba un hombre de oración, de paz interior, pero sobre todo, de compromiso.
Atrajo a muchos a los pies de Cristo. No por retórica, sino porque su vida resultaba creíble. Hablaba del Evangelio porque lo vivía y contagiaba ganas de ser mejor, de abrir los ojos a los demás. Su estilo directo y sin doblez, su humor gallego, su disposición infatigable y su alegría constante rompieron con el estereotipo del cura alejado. Era, en palabras de muchos, “uno de los nuestros”, alguien que nunca dudó en bajar a la mina con los obreros y escuchar a todos como hermanos.
Su muerte, atropellado en Cuntis en 1999, dejó un vacío difícil de llenar. Ferrol, Canido y todos los lugares donde actuó sintieron la falta de un pastor que supo vivir con radicalidad y ternura. Su nombre permanece vivo en la memoria de muchos, en la Fundación que hoy lleva su nombre, y en las semillas de fe y fraternidad que sembró y jamás dejaron de crecer.
En tiempos en que la Iglesia busca referentes creíbles, Gabriel Vázquez Seijas sobresale como ejemplo de sacerdote comprometido “en todos los ámbitos”, hombre de frontera y fraternidad, testigo de un Evangelio vivido hasta las últimas consecuencias. Su legado desafía a los nuevos tiempos a apostar por una Iglesia presente en las periferias, inagotable en la entrega y, sobre todo, cercana. Nunca dejará de inspirar. Nunca dejará de arder ese fuego de su vida entregada.