“Acoger a Cristo en la barca de nuestra vida”

“Acoger a Cristo en la barca de nuestra vida”

Las fiestas del Cristo de Candás muestran cada año la fuerza de la religiosidad popular. Calles llenas, procesiones que emocionan, promesas cumplidas con sacrificios sencillos… todo esto habla de un pueblo que no ha perdido la memoria de su fe. Y es hermoso, porque los signos, los ritos y las tradiciones son el lenguaje de las generaciones que nos precedieron y que han transmitido el nombre de Cristo de padres a hijos.

Cuenta la leyenda que unos marineros encontraron la imagen del Cristo de Candás en alta mar, y que, al acogerla en su barca, comenzaron a experimentar su protección y su compañía. La fiesta actual no tiene barcos en la procesión, pero la leyenda ha quedado como símbolo. Y, aunque no siempre estas historias son historia literal, dicen algo profundo: cada uno de nosotros está llamado a acoger a Cristo en la barca de su vida.

Esto nos recuerda el Evangelio en el que Pedro caminaba sobre las aguas hacia Jesús. Mientras sus ojos estuvieron fijos en el Maestro, pudo sostenerse. Cuando apartó la mirada, comenzó a hundirse (Mt 14,22-33). Así también nosotros: cuando miramos a Cristo, podemos atravesar las tormentas; cuando lo perdemos de vista, nos hundimos.

La religiosidad popular, con todo su colorido y su fervor, es valiosa, pero no es el final del camino. El rito, la procesión, el sacrificio son medios, no el fin. Apuntan a un encuentro más hondo: al encuentro vivo con Cristo. Como decía Romano Guardini: “La fe no se sostiene en el rito, sino en Aquel al que el rito señala”.

Cuando Israel murmuró en el desierto, aparecieron serpientes venenosas. Moisés levantó una serpiente de bronce, y quienes la miraban quedaban sanados (Nm 21,4-9). Más tarde, Jesús revelará que aquello anticipaba su propia cruz: “Así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). El veneno más profundo no está fuera, sino dentro: egoísmo, orgullo, falta de perdón. Y solo Cristo crucificado puede sanarnos.

No basta caminar descalzo. No basta llevar flores. No basta encender una vela. Todo esto tiene valor, pero el sacrificio que alegra a Dios es otro: el amor, la paciencia, la generosidad, la fidelidad en lo pequeño. Como recuerda el profeta Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6).

El sacrificio que transforma no es el del pie herido, sino el del corazón abierto a los demás. No es cargar con un paso en procesión, sino cargar con la cruz del hermano que sufre. No es llorar ante una imagen, sino compartir lágrimas y esperanza con quien está solo. Jesús mismo lo dijo: “El que tenga sed, que venga a mí y beba” (Jn 7,37).

En el pozo de Sicar, Jesús ofreció a la samaritana el agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14). Esa es el agua que necesitamos: no un rito pasajero, sino el agua viva del Espíritu.

La leyenda de los marineros de Candás nos invita a un gesto decisivo: recoger a Cristo en nuestra barca. No basta con llevar su imagen en procesión, hay que darle sitio en el corazón. No basta con verlo pasar por las calles, hay que dejar que camine con nosotros cada día.

Los ritos son valiosos, las procesiones hermosas, los sacrificios populares auténticos… pero todo eso debe desembocar en lo esencial: vivir como Cristo vivió, amar como Él amó, entregarse como Él se entregó.

El Cristo de Candás nos recuerda esta llamada: no tener solo una fiesta al año, sino tenerlo a Él cada día. No mirarlo solo en una imagen, sino en el hermano. No seguir una tradición por costumbre, sino dejar que esa tradición nos conduzca al manantial de vida que es Cristo.

Acogerlo en la barca de nuestra vida no nos libra de las tormentas, pero nos da la certeza de que no navegamos solos. Y eso lo cambia todo.

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