El artículo de hoy de José Manuel Vidal es, como siempre, un recordatorio potente de por qué necesitamos voces valientes que no se conformen con la superficie de la historia ni con la comodidad del poder eclesial. Vidal describe con precisión la irrupción de Francisco en la Iglesia, ese huracán que quiso despertar a una institución atrapada en sí misma, y lo hace con la claridad que caracteriza su mirada: una mirada que no teme confrontar el clericalismo ni señalar los riesgos de una Iglesia convertida en museo en lugar de hospital de campaña.
Su análisis sobre el legado de Francisco y la llegada de León XIV es certero y provoca reflexión. Vidal identifica bien la diferencia de estilos: donde Francisco fue torbellino, disruptivo y profético, León XIV parece optar por la calma y la prudencia. Pero, como él subraya, esa calma debe interpretarse con cuidado. En un mundo herido, la prudencia no puede confundirse con la neutralidad ni con la inacción. Aquí es donde Vidal nos recuerda que la misión de la Iglesia exige salir del templo y adentrarse en el barro de la historia, allí donde se sufren guerras, desplazamientos y pobreza extrema. Su observación no es una crítica superficial: es un llamado a la responsabilidad moral y pastoral que todos, creyentes y pastores, debemos asumir.
El artículo también señala con precisión la tensión entre lo espiritual y lo concreto. Vidal nos recuerda que las palabras de santidad y devoción, por más bellas que sean, no sustituyen la acción. La fe, nos dice entre líneas, debe manifestarse en testimonios concretos: mediaciones valientes, gestos que interpelen al mundo, compromiso con los descartados y denuncia clara de las injusticias. Es un recordatorio de que el cristianismo radical que Francisco quiso despertar no puede dormirse en la contemplación, sino que debe ensuciarse las manos en la realidad de los que sufren.
Vidal tiene un don especial: logra reforzar con respeto la importancia de la autoridad papal mientras nos reta a no conformarnos con palabras genéricas. Sus referencias al “capitalismo que mata” o a los genocidios en curso nos recuerdan que la Iglesia no puede ser neutral ni tibia. Cada palabra que escribe se convierte en un espejo que refleja lo que todavía falta: una Iglesia capaz de intervenir con valentía en el mundo, de ser voz de los que no la tienen y de encarnar la misericordia en acciones concretas.
En este sentido, el comentario de Vidal es también un desafío: nos interpela a todos a mirar nuestra propia fe y nuestras propias acciones. Nos obliga a preguntarnos si nuestra Iglesia local, nuestra comunidad y nosotros mismos estamos siendo verdaderamente “en salida”, samaritana y profética, como él y Francisco nos recuerdan que debe ser. Su análisis invita a que la prudencia no se confunda con la pasividad y que la calma no se transforme en estancamiento.
Además, José Manuel acierta al subrayar que el tiempo de la Iglesia no es infinito frente al sufrimiento del mundo. Esa advertencia, que puede parecer sutil, es crucial: la historia no espera a que los cambios sean cómodos ni lineales. Cada decisión de la Iglesia, cada gesto de los pastores, cada palabra pronunciada desde el púlpito tiene impacto en millones de vidas. Y en este contexto, el artículo de Vidal funciona como brújula ética: nos recuerda que la verdadera revolución cristiana es la que se mide en hechos, no solo en palabras.
Por último, quiero destacar la claridad con la que combina elogio y exigencia. No se trata de una crítica superficial ni de un aplauso ciego: es un ejercicio de fidelidad al Evangelio y al sentido profético de la Iglesia. Al mismo tiempo que reconoce los logros de Francisco, nos advierte del riesgo de una revolución pausada que se quede en retórica. Es un llamado urgente a León XIV, pero también a todos los que creemos que la fe auténtica exige compromiso: salir al encuentro de los últimos, mediar con valentía en conflictos, y no temer señalar lo que es injusto o mortal en nuestra sociedad.
En definitiva, el artículo de José Manuel Vidal es una guía para pensar la Iglesia que necesitamos hoy: radical en su amor, profética en su palabra, activa en su presencia. Nos recuerda que la espiritualidad no se mide solo en devoción, sino en la capacidad de transformar el mundo. Nos desafía a actuar, a comprometernos, a ser testigos de un Evangelio que no teme ensuciarse las manos en el barro de la historia. Su mensaje es un recordatorio poderoso de que la Iglesia en salida no es una opción: es una obligación moral, un mandato del Evangelio y un deber frente a la humanidad que sufre.
Quien lea con atención sus palabras no podrá sustraerse a la llamada que lanza: es tiempo de fe valiente, de acción concreta y de un cristianismo que se atreva a mirar al mundo de frente, sin miedo ni tibieza. Que su artículo sea no solo lectura, sino impulso para quienes creemos que la Iglesia debe ser presencia viva y transformadora en la historia.