Fernando García Cadiñanos: ser sal en la tierra y caminar en unión

Fernando García Cadiñanos: ser sal en la tierra y caminar en unión

La homilía que hoy nos regaló nuestro obispo Fernando García Cadiñanos fue un soplo de Espíritu y de vida. Nos recordó algo esencial y siempre actual: que la Iglesia no es un lugar cerrado, no es un espacio únicamente de puertas adentro, sino que es Asamblea en marcha, comunidad que se abre al mundo, que escucha, que discierne y que comparte con los más necesitados la alegría del Evangelio.

El obispo nos invitó a mirar con hondura el sentido de la unión dentro de la Iglesia. Una unión que no es uniformidad, sino riqueza de carismas, diversidad de dones puestos al servicio del Reino. Porque, como él mismo subrayaba, en la Iglesia todos somos importantes, todos tenemos un papel, todos somos piedras vivas de este edificio espiritual que no se construye con ladrillos, sino con corazones.

Su palabra se hizo eco del Evangelio cuando nos dijo que la ambición es mala cuando nace del egoísmo y del orgullo, pero que existe otra ambición, santa y fecunda, que consiste en querer ser mejores personas, mejores cristianos, mejores hermanos. Esa es la verdadera ambición del discípulo: ambicionar la santidad, ambicionar el servicio, ambicionar el amor. Y es que solo desde esa sana ambición podemos llegar a ser lo que Jesús nos pide: sal de la tierra y luz del mundo.

D. Fernando con su cercanía y sencillez, nos habló de ser una comunidad de sal, una comunidad que da sabor a la vida de los demás, que preserva de la corrupción del egoísmo y del individualismo, que se entrega con alegría al prójimo. El mundo necesita una Iglesia que no pierda su sabor, que sea signo de esperanza en medio de tantas oscuridades, que muestre con sus obras que Cristo vive y camina con nosotros.

En su homilía también nos recordó la importancia del discernimiento comunitario. Como aquella parábola de los que quisieron construir una torre sin calcular, corremos el riesgo de dar pasos en falso si no discernimos, si no escuchamos al Espíritu y a los hermanos. Discernir en Asamblea es tarea de todos: preguntarnos juntos qué quiere Dios de nosotros, qué podemos mejorar, dónde debemos rectificar, cómo podemos servir mejor. El discernimiento no es un lujo espiritual, sino una necesidad urgente para ser fieles al Evangelio.

De manera entrañable, nuestro obispo compartió con nosotros una anécdota de camino, cuando se encontró con un grupo haciendo zen. Ese gesto sencillo revela lo que él es: un pastor que observa, que se detiene, que se deja interpelar por los signos de la vida cotidiana. Y precisamente nos recordó que la Iglesia está llamada a leer los signos de los tiempos, a no quedarse anclada, a saber escuchar lo que Dios nos dice a través de la realidad. Como diría el teólogo Xabier Pikaza, las religiones y las culturas del mundo son también lugares donde el Espíritu sopla, y aprender a reconocerlo con respeto y apertura es signo de madurez espiritual.

Lo que más impactó hoy fue no solo lo que dijo, sino cómo lo dijo. Un hombre lleno del Espíritu Santo no solo habla de Cristo, sino que lo transmite. Y nuestro obispo no solo nos predicó una homilía, sino que nos comunicó su vivencia de fe, su experiencia profunda de Dios. Esa vivencia es la que da fuerza a sus palabras, la que nos emociona, la que nos anima a seguir caminando. Porque solo quien rebosa del Espíritu puede contagiar ese fuego a los demás.

Al salir de la Iglesia, muchos comentaban con alegría y gratitud lo que habían escuchado. El obispo no se quedó distante, sino que bajó, se acercó, nos habló de cerca. Un pastor con olor a oveja, un hombre cercano, sencillo, entrañable. Y en ese gesto se nos reveló la esencia del ministerio episcopal: no es un cargo de honor, sino una vocación de servicio, un estar al lado del pueblo de Dios, caminando juntos.

Hoy podemos decir con certeza que hemos visto a un obispo que no solo anuncia el Evangelio con la palabra, sino con la vida. Que no solo enseña, sino que acompaña. Que no solo exhorta, sino que consuela. Y eso, en tiempos de tantas dificultades para la Iglesia, es un motivo de esperanza inmensa.

Querido don Fernando, queremos decirle desde lo profundo de nuestro corazón: no se desanime nunca. Sabemos que la tarea no es fácil, que el camino está lleno de obstáculos, que la misión de pastorear una diócesis exige fortaleza y paciencia. Pero también sabemos que el Espíritu Santo lo sostiene, que el mismo Cristo lo acompaña, y que el pueblo de Dios lo quiere, lo respeta y lo necesita.

Usted no camina solo. Camina con nosotros, y nosotros con usted. Porque en esta Asamblea que es la Iglesia, todos nos necesitamos, todos nos apoyamos, todos nos alentamos.

Gracias por recordarnos que la Iglesia debe ser una comunidad unida, abierta, servicial, sal de la tierra y luz del mundo. Gracias por enseñarnos con su vida que ser cristiano es ser hermano, es ser humilde, es ser testigo del amor de Cristo.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, lo cubra siempre con su manto y le dé fuerzas para seguir adelante con alegría, con entrega, con esperanza. Y que nunca falten en su corazón las palabras que hoy sembró en nosotros: unión, discernimiento, servicio y amor.

Hoy salimos de la Eucaristía con el alma encendida. Usted ha sido para nosotros sal y luz. Y por eso, gracias, de corazón.

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