Francisco, símbolo eterno de unión: el Papa que abrió las puertas de la Iglesia

Francisco, símbolo eterno de unión: el Papa que abrió las puertas de la Iglesia

El 21 de abril de 2025 el mundo lloró la partida de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco. Con su muerte concluyó un pontificado que quedará en la historia por haber sido el de la misericordia, el de la ternura, el de la acogida a quienes durante siglos habían sido marginados. A sus 88 años, tras sufrir un ictus cerebral y un colapso cardiorrespiratorio irreversible, se apagó su voz en la tierra, pero no su legado. Hoy más que nunca resuena como un eco que recorre los templos, las comunidades y los corazones: “la Iglesia no es un tribunal, es una casa abierta para todos”.

Ese legado se hizo visible pocos días antes de su muerte, en un gesto sin precedentes: la vigilia de oración de católicos LGBTIQ en el marco del Jubileo. En la iglesia del Gesù de Roma, centenares de creyentes de más de cuarenta países se reunieron, acompañados de sus familias y de sacerdotes, para rezar juntos. No hubo pancartas ni consignas, pero sí símbolos discretos del arcoíris que expresaban orgullo, dignidad y pertenencia. Fue un momento histórico: por primera vez en la historia jubilar, la diversidad sexual fue reconocida oficialmente dentro de un acto litúrgico. Muchos lo llamaron, con razón, “un milagro de Francisco”.

La emoción era palpable. Inés, una joven trans de Costa Rica, lo expresó con lágrimas en los ojos: “Durante años hemos estado extraoficialmente en la Iglesia, pero esta es la primera vez que se nos permite estar oficialmente”. Sus palabras condensan la experiencia de tantos que vivieron la fe en silencio, a menudo rechazados, pero nunca renunciaron a sentirse parte del pueblo de Dios. La vigilia fue, más que un evento, un signo profético, un anuncio del Reino: todos somos hijos amados, todos tenemos un lugar en la mesa común.

Así fue siempre Francisco: un pastor que rompía muros y construía puentes. Frente a quienes querían custodiar la Iglesia como una fortaleza, él la soñaba como hospital de campaña, casa abierta, puerto seguro. Por eso este Jubileo, el último que alcanzó a presenciar, quedará marcado para siempre como el de la inclusión, el de la misericordia hecha carne en gestos concretos.

Pero no todos han sabido leer estos signos de los tiempos. Mientras en Roma se vivía la alegría de la comunión, en otros lugares resonaban voces de dureza. Uno de los ejemplos más notorios ha sido el de Jesús Sanz, arzobispo de Oviedo, conocido por mensajes cargados de xenofobia y desprecio hacia la diversidad, que más que evangelizar hieren, más que acercar alejan, más que sanar destruyen. Estos discursos revelan una Iglesia encerrada en la nostalgia del poder y del dogma, incapaz de abrirse al soplo del Espíritu. Son posturas que hacen daño a la fe, que traicionan el mensaje de Jesús.

Porque Jesús no fundó un grupo para excluir, sino para acoger. Él abrazó al leproso, habló con la mujer despreciada, defendió al pecador condenado por la ley. No vino a edificar murallas, sino a derribarlas. Y Francisco entendió mejor que nadie esa lógica: la misericordia no es debilidad, es la fuerza más radical del Evangelio.

Por eso duele ver cómo aún hoy algunos prelados levantan banderas de odio, queriendo imponer un cristianismo de condena. Pero la historia recordará no a quienes cerraron puertas, sino a quien las abrió de par en par. Recordará a Francisco, que con gestos sencillos nos recordó que la Iglesia no puede ser selectiva, porque el amor de Dios no lo es.

La vigilia del Gesù quedará como imagen imborrable de su pontificado: hombres y mujeres LGBTIQ orando juntos, en paz, en comunión, con la certeza de que Dios los ama tal cual son. Ese es el rostro de la Iglesia que soñó Francisco, una Iglesia que no expulsa, que no humilla, que no condena, sino que abraza, acompaña y levanta.

Hoy, tras su partida, ese sueño queda en nuestras manos. El Jubileo se convierte así en una llamada a la coherencia: ¿seremos capaces de continuar el camino que él abrió? ¿O volveremos a encerrarnos en los miedos y rigideces que tantas veces han sofocado la esperanza? La respuesta no depende ya de Francisco, sino de nosotros, el pueblo de Dios.

El papa que vino “del fin del mundo” nos deja en herencia un mensaje claro: el cristianismo solo tiene sentido cuando se convierte en buena noticia para todos, especialmente para los descartados. No importa cuántas voces de exclusión se levanten, el futuro está escrito en clave de misericordia. Esa fue su convicción, esa fue su batalla, y ese será su recuerdo imborrable.

Francisco ha partido, pero su testimonio sigue vivo. En cada comunidad que acoge al diferente, en cada parroquia que se abre al migrante, en cada grupo que abraza a las personas LGBTIQ, su espíritu sigue latiendo. Y así, más allá de la muerte, permanece como símbolo eterno de unión.

Ese es, y será siempre, el milagro de Francisco.

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