La muerte del papa Francisco ha dejado un vacío inmenso, no solo en el corazón de millones de creyentes, sino también en el horizonte de una Iglesia que él soñó más libre, más justa, más evangélica. Francisco fue el obispo de Roma sencillo, sin lujos, que eligió vivir en Santa Marta y no en los palacios vaticanos, que vestía sin ostentación, que prefería el contacto directo con la gente antes que los protocolos asfixiantes de la curia. Esa sencillez desconcertó a muchos, pero también desató la ternura y la cercanía que le caracterizaron siempre.
Sin embargo, no se puede ocultar que su pontificado estuvo marcado por resistencias feroces, incomprensiones y hasta odios declarados. No faltaron quienes deseaban su muerte, considerándolo un peligro para el statu quo de una Iglesia encerrada en sí misma. Su empeño en abrir puertas, en hacer de la misericordia el centro de la vida cristiana, en dar protagonismo a los descartados, chocó una y otra vez contra los muros del clericalismo y de una jerarquía atrincherada en tradiciones que poco tienen que ver con el Evangelio.
Un ejemplo doloroso de estas limitaciones fue el ámbito de la diversidad sexual. Francisco dio pasos valientes: permitió una vigilia jubilar con fieles LGBTIQ, bendijo el derecho de toda persona a ser respetada, condenó la criminalización de la homosexualidad, impulsó gestos inéditos de cercanía. Pero no pudo dar el salto definitivo hacia el reconocimiento sacramental de sus uniones. En ese punto, la Iglesia siguió retenida por viejas fórmulas jurídicas y por el miedo a escandalizar a quienes confunden fidelidad con inmovilismo. Muchos creyentes de la diversidad sintieron ilusión, se vieron por fin dentro de la casa común, pero también experimentaron la frustración de un reconocimiento parcial.
Aquí se revela la paradoja de su pontificado: Francisco abrió caminos, pero no pudo recorrerlos hasta el final. Y lo mismo sucedió con otros temas pendientes: el celibato obligatorio, el sacerdocio de la mujer, la participación de los laicos en los procesos de decisión. Eran asuntos que ardían en su corazón, que asomaban en sus palabras y en algunos gestos, pero que nunca pudo llevar a término. No porque no quisiera, sino porque la oposición interna fue feroz. Se encontró con una curia poderosa, con cardenales dispuestos a bloquear toda reforma, con sectores que le acusaron de hereje o de traidor al dogma.
Aun así, fue el Papa que más avanzó en el reconocimiento de las mujeres dentro de la Iglesia. Les abrió ministerios laicales que hasta entonces les estaban vetados, nombró a laicas en cargos de responsabilidad dentro del Vaticano, escuchó con respeto la voz de las teólogas y de las religiosas. No pudo dar el paso del sacerdocio femenino, pero dejó claro que la Iglesia no puede seguir funcionando con estructuras patriarcales que relegan a las mujeres al segundo plano.
Esa fue la grandeza y también la tragedia de Francisco: haber querido más de lo que el sistema le permitió realizar. Pero sus límites no deben hacernos olvidar su valentía. En tiempos de fracturas, él fue el rostro de la misericordia. En una Iglesia obsesionada por el control, él puso el acento en el discernimiento. En medio de los lujos de la curia, él vivió con austeridad. En un mundo marcado por el odio, él no se cansó de repetir que el nombre de Dios es misericordia.
Quienes hoy critican que “no hizo lo suficiente” olvidan que Francisco abrió brechas en muros milenarios. Y las brechas son necesarias para que entre la luz. No fue un Papa perfecto, ni pudo cambiar de un plumazo estructuras que llevan siglos consolidándose. Pero plantó semillas que otros deberán regar y cuidar. En ese sentido, su pontificado debe entenderse como un tiempo de siembra, de gestos proféticos que preparan lo que vendrá.
La Iglesia necesita más Papas como Francisco: pastores que no teman ensuciarse los pies en los caminos del pueblo, que no teman escuchar al diferente, que no se escondan tras los ropajes del poder. Necesitamos Papas que sigan preguntando incómodamente: ¿por qué no las mujeres en el sacerdocio?, ¿por qué no un ministerio más abierto y plural?, ¿por qué no bendecir todas las formas de amor que nacen de la sinceridad y el respeto?
Las resistencias que él enfrentó demuestran que el camino será largo. Pero también dejan claro que la Iglesia ya no puede dar marcha atrás. Las comunidades de base, las mujeres teólogas, los movimientos laicales, los colectivos LGBTIQ, los jóvenes que claman por una fe coherente con la justicia… todos ellos han encontrado en Francisco un referente y un aliento. Ya nadie podrá silenciar las preguntas que él se atrevió a plantear.
Por eso, aunque algunos celebren su muerte pensando que con él termina un ciclo incómodo, lo cierto es que su legado apenas comienza. Los que sueñan con restaurar una Iglesia cerrada, autoritaria, patriarcal, se engañan: el Espíritu sopla más fuerte que cualquier cerrojo. Y Francisco fue testigo de ese soplo.
En el futuro, cuando se escriba la historia de la Iglesia en este siglo, no se recordará a quienes se atrincheraron en el miedo, sino a aquel Papa que se atrevió a soñar con una Iglesia distinta. Se recordará a Francisco como el pastor que caminaba sin lujos, que hablaba de misericordia más que de condena, que prefería un abrazo a un dogma, que nunca tuvo miedo de ensuciarse las manos en las periferias.
Hoy, su muerte nos duele, pero también nos desafía. Nos recuerda que la Iglesia está llamada a seguir adelante, a no detenerse, a no conformarse con lo que ya ha logrado. El verdadero homenaje a Francisco no será repetir sus palabras, sino continuar sus gestos: abrir, acoger, abrazar, transformar.
Porque más allá de lo que no pudo hacer, Francisco nos enseñó lo esencial: que el Evangelio es siempre una buena noticia para todos, y que cualquier Iglesia que no sea inclusiva, misericordiosa y fraterna, deja de ser Iglesia de Jesús.