El debate sobre las clases de religión en España se ha intensificado en los últimos años. El Gobierno actual, liderado por Pedro Sánchez, ha manifestado en varias ocasiones su intención de reformar la presencia de esta materia en el sistema educativo. Una de las medidas más comentadas es su colocación al final del horario escolar, lo que indirectamente podría desincentivar la asistencia: al no ser obligatoria, muchos estudiantes preferirían marcharse antes a casa, especialmente a la hora de la comida. El trasfondo de esta decisión plantea un dilema fundamental: ¿deben mantenerse las clases de religión como están, transformarse radicalmente o desaparecer?
En España, la asignatura de religión tiene una larga tradición vinculada a los Acuerdos de 1979 con el Vaticano, que aseguraron su presencia en los colegios públicos y concertados. Sin embargo, la realidad social ha cambiado drásticamente en las últimas décadas. Los datos del curso 2022-2023 son reveladores: 57 % del alumnado eligió cursar religión, en centros públicos, solo alrededor del 45 % la escogió, en los concertados, la cifra sube al 89 %, y en los privados, se mantiene en torno al 72 %. Estos porcentajes reflejan una clara diferencia entre tipos de centros y también una tendencia descendente en la elección de la asignatura.
El Partido Socialista ha planteado en su programa la derogación del acuerdo educativo con el Vaticano. El objetivo declarado es avanzar hacia un sistema más laico, en el que ninguna confesión religiosa tenga privilegios en la escuela pública. Esto no significa prohibir la religión, sino situarla fuera del currículo académico obligatorio. Para el PSOE y para sectores laicistas, la presencia actual de religión en la escuela contradice la neutralidad que debería tener un Estado democrático. En su opinión, la religión debería enseñarse en los ámbitos familiares, comunitarios o parroquiales, no en el aula financiada con recursos públicos.
Aquí surge una cuestión clave: ¿qué significa enseñar religión en el colegio? Para algunos, es una forma de adoctrinamiento, ya que en muchos casos se presenta una única confesión (mayoritariamente católica) y no un estudio comparado o crítico de las religiones. Para otros, puede ser una herramienta cultural, un medio para comprender la historia, el arte, la literatura y los valores éticos que han surgido de las tradiciones religiosas. La utilidad de la asignatura dependería, por tanto, de su enfoque pedagógico. Una religión enseñada como dogma pierde relevancia en un mundo plural. Una religión enseñada como historia de las ideas, ética y filosofía comparada puede tener un gran valor formativo.
Más allá de las cifras y las propuestas políticas, el debate sobre la religión en la escuela toca temas sensibles: la identidad cultural de España, históricamente vinculada al catolicismo; el derecho de las familias a elegir la educación religiosa de sus hijos; la neutralidad del Estado en cuestiones de fe; y la convivencia en un entorno plural, donde conviven católicos, evangélicos, musulmanes, judíos, agnósticos y ateos. En este sentido, resulta importante preguntarse: ¿qué modelo de convivencia queremos reflejar en las aulas?
Colocar la religión a última hora del día puede parecer una medida administrativa, pero en la práctica se interpreta como una estrategia para reducir su atractivo. Muchos estudiantes, al tener hambre o ganas de terminar la jornada, preferirán marcharse antes. Quienes apoyan la medida lo ven como una forma de “dar libertad real”, ya que evita que los alumnos que no quieren religión se queden “colgados” con horas vacías en medio del horario. Pero quienes la critican creen que es una manera sutil de marginar la asignatura hasta hacerla desaparecer por desuso.
Uno de los argumentos más fuertes a favor de mantener alguna forma de enseñanza religiosa es que no se puede entender la cultura occidental sin conocer la religión. El arte de las catedrales, la música sacra, la literatura medieval, incluso los derechos humanos, tienen raíces religiosas. Sin embargo, este argumento puede resolverse mediante una asignatura de Historia de las Religiones o de Cultura Religiosa, que estudie las distintas tradiciones sin centrarse en una sola confesión. Esto permitiría formar a todos los alumnos sin riesgo de adoctrinamiento.
Los datos muestran una clara tendencia: las nuevas generaciones se alejan de la práctica religiosa tradicional. Muchos jóvenes se declaran indiferentes, agnósticos o simplemente desinteresados. Esto no significa necesariamente rechazo a la espiritualidad, pero sí a las instituciones religiosas y a su papel en la escuela. Por ello, el futuro de la asignatura parece incierto: si cada vez menos alumnos la eligen, ¿tiene sentido mantenerla en el currículo oficial?
El debate sobre la religión en la escuela no es sencillo. Ambas posturas tienen argumentos sólidos: a favor, aporta una base cultural, permite a las familias ejercer su derecho a la educación religiosa, y puede formar en valores éticos; en contra, fomenta el adoctrinamiento, contradice la neutralidad del Estado y refleja un modelo social cada vez más minoritario. Quizá la clave no esté en eliminarla sin más, ni en mantenerla tal cual, sino en reformularla radicalmente.
Convertirla en un espacio de conocimiento plural y reflexivo, donde los alumnos aprendan sobre las principales religiones y corrientes de pensamiento, y puedan reflexionar críticamente sobre su papel en la historia y en la sociedad actual, puede transformar la asignatura en un instrumento de crecimiento humano y social.
Algunas ideas concretas para que las clases de religión sean más atractivas y constructivas: fomentar el diálogo intercultural e interreligioso, donde los alumnos puedan conocer y comparar distintas tradiciones y valores, desarrollando empatía y respeto hacia los demás; vincular los contenidos con valores universales, como la justicia, la solidaridad, la sostenibilidad, la paz y la igualdad, mostrando cómo distintas religiones y filosofías promueven un mundo mejor; introducir proyectos prácticos y comunitarios, donde los estudiantes participen en actividades que ayuden a mejorar su entorno, aplicando en la vida real lo que estudian en clase; utilizar la religión como herramienta para reflexionar sobre la propia vida, la ética personal y la toma de decisiones conscientes, promoviendo un crecimiento interior y una mayor humanidad; y trabajar con ejemplos de figuras históricas y contemporáneas que hayan transformado la sociedad desde valores religiosos o espirituales, mostrando que la fe también puede ser motor de cambio positivo.
De este modo, se respetaría tanto el derecho a la libertad religiosa como el principio de un Estado laico y plural, al tiempo que se forma a ciudadanos críticos, empáticos y comprometidos con la construcción de una sociedad más humana. La educación religiosa no debería limitarse a transmitir dogmas: debe enseñar a pensar, a actuar con ética y a crecer en humanidad, haciendo del aula un espacio para soñar, reflexionar y contribuir a un mundo mejor.