El pasado 31 de agosto, una flotilla humanitaria zarpó desde Barcelona y otros puntos del Mediterráneo con rumbo a Gaza, con el objetivo de romper simbólicamente el asedio que Israel mantiene sobre el pueblo palestino. Una iniciativa promovida por una red de personas comprometidas con los derechos humanos, que ven en esta acción un gesto pacífico para denunciar un bloqueo que condena a más de dos millones de personas al hambre, al miedo y a la desesperanza.
Sin embargo, desde el púlpito de la diócesis de Oviedo, su máximo responsable, Jesús Sanz Montes, decidió cargar contra esta iniciativa. No lo hizo con un análisis riguroso de la situación, ni con una reflexión pastoral que buscara abrir caminos de paz. Lo hizo descalificando. Según el arzobispo, estos barcos no son más que “presuntamente solidarios”, y se limitan a “exhibir ideologías muy subvencionadas”. Unas palabras que destilan desprecio hacia quienes arriesgan su libertad y, en muchos casos, su vida, por tender la mano a los que más sufren.
La postura de Sanz Montes no sorprende. No es la primera vez que se pronuncia en términos que parecen más propios de un tertuliano político que de un pastor espiritual. Su alineamiento con los discursos de la extrema derecha, como los de Santiago Abascal, resulta cada vez más evidente. No es casualidad que, mientras el líder de Vox deseara públicamente que la flotilla se “hundiera”, el arzobispo utilice un lenguaje que, aunque menos brutal, va en la misma dirección: invalidar cualquier gesto de solidaridad real con el pueblo palestino.
En su cuenta de Twitter, el religioso franciscano matiza que “Gaza es una tragedia en la que los más inocentes se aniquilan”. Hasta aquí, nada discutible. Pero acto seguido se apresura a deslindar responsabilidades, reduciendo todo a un “rifirrafe” entre Hamás e Israel, como si se tratara de un conflicto equilibrado entre dos fuerzas iguales, y no de una situación de opresión sistemática de un Estado poderoso contra un pueblo cercado y desposeído. Esa visión simplista —y deliberadamente equidistante— no es ingenua: es un modo de invisibilizar la asimetría brutal de esta tragedia.
Lo que indigna es que el mismo arzobispo que resta valor a una misión humanitaria sea capaz de expresarse, sin pudor, en términos despectivos hacia los musulmanes que viven en España. Basta recordar sus declaraciones de agosto sobre la polémica en Murcia, donde PP y Vox vetaron el uso de espacios públicos para celebraciones religiosas musulmanas. Entonces Sanz Montes se preguntó: “¿Dónde está la reciprocidad negada de los moritos con los cristianos que asesinan en nuestras iglesias dentro de sus territorios?”. Con esas palabras, el arzobispo no solo utilizó un término racista y despectivo como “moritos”, sino que además legitimó un discurso de odio que alimenta el prejuicio y la xenofobia.
Este posicionamiento, que mezcla catolicismo ultraconservador con ideología de extrema derecha, contrasta de manera clamorosa con la voz de otro pastor de la Iglesia: el obispo de Mallorca, Sebastián Taltavull. Durante su homilía dominical, el mallorquín mostró un apoyo inequívoco a la flotilla, calificándola como un gesto humanitario valiente y pacífico. Para Taltavull, esta acción encarna esa “paz desarmante y desarmada” de la que hablaba León XIII el pasado mes de mayo. En sus palabras se reconoce una auténtica vocación pastoral: no se trata de tomar partido político, sino de situarse al lado de las víctimas, de acompañar el dolor de quienes padecen guerra y exclusión.
Mientras Sanz Montes se refugia en un discurso político disfrazado de neutralidad, Taltavull recuerda que el Evangelio solo puede estar del lado de los pobres y los perseguidos. Que una acción como la flotilla, aunque simbólica, representa un grito contra la indiferencia y contra la complicidad de los poderosos. Y que la misión de la Iglesia no es criminalizar a quienes se organizan por la paz, sino bendecir cada gesto que ayude a aliviar el sufrimiento en Palestina, en Ucrania o en cualquier rincón del mundo donde la guerra arranca vidas inocentes.
La diferencia entre ambos obispos revela dos modelos de Iglesia: una que se atrinchera con los poderosos, que legitima los discursos del odio y que se dedica a etiquetar de “ideología subvencionada” todo lo que no cabe en su marco estrecho; y otra que se abre a la compasión, que reconoce el valor de la solidaridad aunque incomode a los gobiernos, y que no teme mojarse en favor de la justicia.
El problema no es que Jesús Sanz Montes opine. El problema es que su opinión, cargada de prejuicios y de desprecio, desacredita el mensaje universal de la Iglesia y lo arrastra hacia un rincón político que nada tiene que ver con el Evangelio. Cuando un arzobispo se coloca más cerca de las consignas de Vox que de la voz de los oprimidos, no solo traiciona a los que esperan de la Iglesia una palabra de esperanza, sino que además pone en evidencia su propia miopía moral.
Lo que está en juego no es un debate ideológico, sino la vida de miles de personas que, en Gaza, sobreviven a bombardeos, bloqueos y privaciones. La flotilla, con todas sus limitaciones, es un acto de valentía que busca poner el foco en ese sufrimiento. Y ante eso, solo caben dos opciones: estar con las víctimas o estar con quienes las oprimen.
El arzobispo de Oviedo ha elegido mal. Y lo ha hecho con palabras que hieren, que dividen y que revelan una connivencia peligrosa con discursos de odio. En cambio, voces como la de Sebastián Taltavull muestran que otra Iglesia es posible: una Iglesia que no teme incomodar a los poderosos, una Iglesia que reconoce en cada gesto humanitario un reflejo del Evangelio, una Iglesia que, lejos de la soberbia y el desprecio, se atreve a ser luz en medio de la oscuridad.