La reciente venta de 14 edificios gestionados por una fundación del Arzobispado de Madrid a la sociedad privada Tapiamar ha desatado una polémica que evidencia un dilema ético profundo en la Iglesia: el choque entre la misión social y la tentación del lucro económico. Lo que debería ser un ejercicio de responsabilidad social se ha convertido en un caso que pone a más de 200 familias inquilinas en la calle, mientras los beneficios financieros se disparan a cifras millonarias. La operación, realizada en 2019 por 74 millones de euros y posteriormente ajustada para alcanzar los 99 millones, deja al descubierto una lógica de mercado que muchos consideran incompatible con los valores que proclama la institución religiosa.
Los inquilinos, quienes históricamente vivieron en estos edificios a precios bajos, entre 900 y 1.000 euros mensuales por pisos de aproximadamente 70 metros cuadrados, se encuentran ahora a merced de un fondo inmobiliario que podría incrementar drásticamente los alquileres o expulsarlos. En comparación con el mercado actual en el centro de Madrid, donde un alquiler similar alcanza entre 1.500 y 3.000 euros, la situación revela no solo la pérdida de un bien social, sino la transformación de donaciones hechas con fines benéficos en una operación puramente especulativa.
Las familias afectadas explican que invirtieron miles de euros en reformas y mejoras de sus viviendas bajo la premisa de que los edificios eran “invendibles”, pertenecientes a una entidad religiosa que debía destinarse a fines sociales. La venta a Tapiamar y su complejo entramado de sociedades interpuestas, gestionadas por personas vinculadas a cientos de empresas, pone en evidencia una estrategia de ocultación y despojo, que deja a los vecinos fuera de la ecuación y amenaza su estabilidad habitacional. La notificación de la venta llegó mediante burofax meses después de la operación, y muchos contratos próximos a renovarse fueron cancelados.
Este caso no es un hecho aislado, sino parte de una serie de operaciones cuestionadas bajo la denominación del llamado “caso Fundaciones”, que involucra a entidades como Fusara, Santísima Virgen y San Celedonio, y Molina Padilla. La querella de los inquilinos ha paralizado la operación y ha abierto un debate público sobre la legalidad y ética de vender propiedades donadas para fines benéficos a empresas privadas, en lugar de garantizar su función social. La polémica se intensifica al considerarse que los edificios fueron adquiridos originalmente con donaciones destinadas a sostener un proyecto de ayuda y bienestar comunitario.
La venta millonaria y la consiguiente amenaza de expulsión de las familias interpelan directamente la dimensión social de la Iglesia, un tema abordado por teólogos como Xabier Pikaza o Juan José Tamayo. Pikaza reflexiona sobre la relación entre Dios y el dinero, señalando que la acumulación de riqueza dentro de la Iglesia no debería confundirse con su misión espiritual y social. La conversión de bienes destinados al bien común en un negocio lucrativo contradice la esencia del evangelio y plantea preguntas incómodas sobre la coherencia entre palabra y acción. Guardini, por su parte, ya advertía que la Iglesia tiene una responsabilidad con los más débiles y que la riqueza no puede ser un fin en sí mismo, sino un instrumento al servicio de la justicia y la solidaridad.
El caso también ilustra la tensión entre el poder económico y la ética religiosa. La Iglesia, como institución con enorme influencia social y moral, se enfrenta a un escrutinio público que cuestiona la legitimidad de utilizar donaciones para generar ganancias financieras privadas. Mientras los precios de mercado siguen en ascenso, las familias afectadas se ven expulsadas de viviendas que deberían garantizarles estabilidad y derechos básicos, y que en su origen tenían un propósito solidario. Esta situación refleja un modelo de gestión que prioriza el beneficio económico sobre la función social y comunitaria, en abierto contraste con los valores que se predican desde el púlpito.
Más allá de la legalidad, que será debatida en los tribunales, la operación revela un profundo desfase entre la doctrina y la práctica. La Iglesia, históricamente protectora de los pobres y garante de espacios de ayuda social, parece en este caso haberse alineado con dinámicas de especulación financiera, dejando de lado su papel como garante de justicia social. La preocupación de los inquilinos, que se organizan para defender sus derechos, pone de relieve la necesidad de cuestionar hasta qué punto las instituciones religiosas pueden y deben implicarse en operaciones financieras que afectan directamente a los más vulnerables.
La polémica no solo es una cuestión de dinero, sino de identidad y coherencia ética: una institución cuya autoridad moral se construye sobre la defensa de los pobres y necesitados no puede legitimar, sin cuestionamiento, operaciones que convierten en mercancía las viviendas donadas con fines solidarios. La Iglesia enfrenta así un dilema histórico: mantener su función social y ética, o sucumbir al atractivo del beneficio económico, dejando en evidencia que, más allá del evangelio, la lógica del mercado puede imponerse incluso en las instituciones más sagradas.