El obispo de Tui, Vigo, descubre que las mujeres existen… porque no tiene curas

El obispo de Tui, Vigo, descubre que las mujeres existen… porque no tiene curas

La gran cuestión que planteo es esta: ¿qué ocurriría si las mujeres dijeran basta y se negaran a atender las siete parroquias de A Louriña? Si Almudena Suárez Cerviño y tantas como ella renunciaran a ser utilizadas como parches, el obispo se quedaría con las manos vacías. ¿Qué harían entonces los curas? ¿Cerrar templos? ¿Admitir de una vez la necesidad de reconocer a las mujeres como responsables de pleno derecho? ¿O se inventarían otra fórmula provisional para no ceder poder?

Yo creo que la respuesta es obvia: la estructura se tambalearía. Las mujeres sostienen la Iglesia mucho más de lo que los obispos están dispuestos a reconocer. Ellas catequizan, ellas preparan la liturgia, ellas acompañan, ellas son las que hacen vida de comunidad. Pero la jerarquía solo las llama cuando le faltan hombres, y eso no es Evangelio: eso es puro utilitarismo patriarcal.

Si las mujeres hoy mismo se negaran a seguir en ese papel de suplentes, se evidenciaría lo que llevo diciendo desde el principio: la Iglesia no puede sobrevivir sin ellas, y su exclusión de los ministerios no es teología, es machismo institucionalizado.

Y mientras tanto, los que se llaman “padres” seguirán insultando, como el tal Marcelino, porque no soportan que alguien ponga el dedo en la llaga. Pues bien, aquí lo vuelvo a poner: cuando sobren curas, faltarán mujeres. Y cuando falten mujeres, no habrá Iglesia.

Ahora bien, permíteme una reflexión añadida, porque creo que es esencial alargar la mirada. La verdadera revolución no está en que una mujer se resigne a ocupar un lugar que le dejan, sino en que diga “no acepto ser la muleta de una institución que me niega dignidad plena”. Ese “no” sería más cristiano que todos los síes impuestos por obediencia ciega. Sería un acto de libertad espiritual, un acto de fidelidad al Evangelio.

Si las mujeres callaran y no acudieran a salvar las parroquias de A Louriña, el obispo tendría que confesar públicamente que no puede mantener vivo el tejido eclesial sin ellas. Esa confesión sería más honesta que todos los discursos llenos de palabras huecas sobre “servicio” y “corresponsabilidad”. Porque la corresponsabilidad sin igualdad no es cristiana, es hipocresía.

Imaginemos ese domingo en que las puertas de siete parroquias permanecieran cerradas porque ninguna mujer aceptó hacerse cargo de la liturgia de la palabra. Sería un escándalo, sí, pero también una profecía viva, un signo del Reino, que mostraría que la Iglesia necesita a las mujeres no como relleno, sino como protagonistas. En ese silencio se escucharía la voz de María Magdalena anunciando la Resurrección, voz que la Iglesia lleva siglos intentando silenciar.

El día en que las mujeres dejen de aceptar migajas, ese día se abrirá la posibilidad real de una Iglesia nueva. No será una Iglesia de parches, sino de justicia. No será un espacio de privilegio clerical, sino de comunidad. Y entonces, quizá, muchos sacerdotes, tendrían que reconocer que su tozudez se les vuelve en contra: porque los que se equivocan son los que creen que pueden seguir manteniendo viva una Iglesia sin las mujeres que le dan vida.

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