La reciente decisión del obispo Antonio Valín de autorizar a Almudena Suárez Cerviño, una mujer seglar, a dirigir la celebración de la palabra en ausencia del presbítero en siete parroquias de A Louriña, ha generado titulares. Para muchos fieles, la noticia puede sonar a avance, a gesto de apertura, incluso a signo de renovación en una Iglesia que parece anclada en el pasado. Pero basta rascar un poco la superficie para descubrir la amarga realidad: no se trata de un reconocimiento del papel de la mujer en la comunidad cristiana, sino de un simple parche ante la escasez de sacerdotes.
La diócesis lo explica con claridad: «la imprescindible búsqueda de una mejor atención de cada parroquia a pesar de la escasez de clero». En otras palabras: no es convicción, es necesidad. Si hubiera suficientes sacerdotes, las mujeres seguirían relegadas a la sacristía, a la catequesis infantil, a preparar flores, a estar, pero no a decidir ni a presidir.
Este gesto revela una contradicción que atraviesa a toda la Iglesia católica. Jesús de Nazaret, como recuerdan teólogos como José María Castillo o Juan José Tamayo, se rodeó de mujeres, confió en ellas, las situó en el centro de su misión y fueron precisamente las mujeres las primeras testigos de la Resurrección. Sin embargo, la institución eclesial, en su larga historia de clericalismo y androcentrismo, no solo las ha silenciado, sino que las ha confinado a un papel secundario, casi ornamental.
Lo irónico —y lo vergonzoso— es que solo cuando la estructura se tambalea, cuando los números no cuadran, cuando los seminarios se vacían y los curas envejecen, la Iglesia abre una rendija para que las mujeres asomen. Pero no como presbíteras, no con pleno reconocimiento sacramental, sino como sustitutas provisionales, como “soluciones de emergencia”.
La propia formulación es elocuente: Almudena podrá dirigir la celebración de la palabra «en ausencia del presbítero». Es decir, su autoridad no nace de sí misma, sino de la ausencia de un varón ordenado. Su función no es el fruto de un derecho, ni de una visión teológica renovada, sino del vacío. Un vacío que incomoda y obliga.
En este contexto, las palabras del teólogo Benjamín Forcano cobran fuerza: «El problema no está en la falta de sacerdotes, sino en la estrechez de un modelo de Iglesia que se niega a reconocer la igualdad radical del Evangelio». Forcano subraya que el cristianismo originario no hacía distinciones de género para el servicio comunitario. Fue el patriarcado, aliado con el poder eclesial, el que excluyó sistemáticamente a las mujeres.
Y aquí la contradicción se hace sangrante: la Iglesia presume de fidelidad a Jesús, pero desoye uno de sus gestos más revolucionarios: haber roto las barreras de género en un contexto cultural donde las mujeres carecían de voz pública.
El obispo Valín también ha echado mano de la figura del diácono permanente, en la persona de Miguel Ángel Fernández de Andrade, adscrito a varias parroquias. Aquí sí, la institución reconoce y confía en un laico varón, aunque tampoco pueda consagrar ni absolver pecados. La diferencia es que la figura del diácono está reconocida oficialmente, legitimada canónicamente, mientras que la mujer solo entra por la puerta de atrás, con un permiso puntual, porque no queda otro remedio.
El discurso oficial hablará de servicio, de corresponsabilidad, de comunidad. Pero no nos engañemos: si mañana aparecieran veinte jóvenes dispuestos a ordenarse sacerdotes, Almudena y tantas otras volverían al lugar que siempre les reservaron: el silencio.
Resulta indignante y profundamente irónico que se utilice a la mujer como “sujeto litúrgico” únicamente cuando la institución está en crisis. En palabras de Xabier Pikaza, «la Iglesia corre el riesgo de instrumentalizar a las mujeres, otorgándoles responsabilidades sin derechos, funciones sin reconocimiento, tareas sin autoridad». Eso es exactamente lo que está pasando: se les da lo mínimo imprescindible para tapar agujeros, pero se les niega la plenitud de la vocación y del ministerio.
El fondo del problema es teológico y político. La Iglesia no reconoce que la exclusión de las mujeres de los ministerios ordenados no tiene fundamento en el Evangelio, sino en una tradición patriarcal que se ha disfrazado de doctrina intocable. Y mientras se aferre a esa estructura de poder, cualquier paso en apariencia innovador seguirá siendo insuficiente y humillante.
Algunos argumentarán que algo es mejor que nada. Que al menos ahora una mujer podrá dirigir celebraciones dominicales, aunque no pueda consagrar. Pero ese argumento olvida lo esencial: no se trata de dar migajas, se trata de reconocer la plena dignidad y la igualdad radical de las mujeres en la Iglesia.
Por eso, lejos de celebrar este nombramiento como un avance, habría que denunciarlo como lo que realmente es: una medida desesperada de supervivencia, no un gesto de justicia. Una concesión hecha con la calculadora en la mano, no con la mirada puesta en el Evangelio.
Jesús no llamó a mujeres por necesidad. No eligió a María Magdalena como primera testigo de la Resurrección porque le faltaran apóstoles varones. Lo hizo porque veía en ellas discípulas, seguidoras, portadoras de la Buena Noticia. La Iglesia, en cambio, parece incapaz de ver en la mujer otra cosa que no sea un recurso de emergencia.
Mientras no se reconozca abiertamente que el Evangelio coloca a hombres y mujeres en el mismo nivel de misión y dignidad, cada permiso otorgado “por necesidad” será, en el fondo, un recordatorio de la injusticia estructural que persiste en la Iglesia.
Y es que, en definitiva, lo que debería ser motivo de alegría —que una mujer presida la comunidad y dé la comunión— se convierte en símbolo de contradicción: se les permite hacer casi todo, menos lo que realmente importa, porque el poder sigue blindado para unos pocos varones.
Y ahora la gran pregunta, que huele a ironía amarga: ¿qué ocurrirá con Almudena Suárez el día en que el obispo consiga nuevos presbíteros? ¿Seguirá siendo reconocida por su servicio y capacidad, o será discretamente devuelta a la sacristía, como si nunca hubiera sostenido siete parroquias enteras? La respuesta parece clara: cuando sobren curas, faltarán mujeres. Y entonces quedará al descubierto la verdadera lógica de esta decisión: conveniencia, no justicia.