Jorge de Guadalix ha escrito recientemente un texto en el que vuelve a cargar contra los jóvenes, sus padres y, en general, contra toda una sociedad que, según él, habría abandonado la fe católica y reducido su moral a un simple “lo importante es ser buenas personas”. En su artículo, plantea la pregunta de qué significa exactamente ser buena persona y se permite poner en duda la validez de este criterio fuera de los márgenes estrictos de la doctrina de la Iglesia. El problema no es que Jorge se haga preguntas —eso siempre es legítimo—, sino que lo hace desde una visión estrecha, excluyente y, lo que es peor, profundamente desconectada de la realidad de tantas vidas marcadas por el sufrimiento.
Porque sí, Jorge de Guadalix dice que ser buena persona no puede reducirse a convivir en pareja, divorciarse, o simplemente intentar ser feliz fuera de las normas rígidas de la moral católica. Pero lo que olvida —o más bien desprecia— es que miles de mujeres han tenido que soportar matrimonios donde lo único que reinaba era la violencia y el miedo. Mujeres aterrorizadas, que se escondían bajo la cama cuando llegaba el marido para evitar una paliza. ¿Eso es lo que Jorge considera el modelo de virtud cristiana? ¿Que una mujer soporte en silencio la violencia conyugal para no romper un sacramento? Si esa es la definición de ser buena persona, estamos ante un concepto no solo erróneo, sino inhumano.
Ser buena persona, al contrario de lo que sugiere Jorge, no puede medirse en función de la asistencia dominical a misa ni del número de sacramentos recibidos. La bondad no depende de rituales, sino de actitudes concretas de justicia, respeto y amor hacia los demás. Una persona que no pisa la Iglesia puede ser más coherente, más íntegra y más compasiva que aquel que presume de comulgar cada semana pero es incapaz de mostrar la más mínima empatía hacia los suyos. La historia está llena de ejemplos de “cristianos practicantes” que justificaron dictaduras, guerras y atropellos a los derechos humanos en nombre de Dios. Y también está llena de personas sin fe que dedicaron su vida al servicio de los demás.
Por eso, cuando Jorge ridiculiza a quienes dicen que lo importante es ser buenas personas, lo que realmente está haciendo es vaciar de contenido la palabra bondad para reducirla a obediencia ciega a la Iglesia. Y eso es una perversión. Porque ser buena persona hoy —y siempre— significa levantar la voz contra la injusticia, acompañar al que sufre, respetar la libertad del otro, construir relaciones basadas en la igualdad y no en el sometimiento, proteger la vida en todas sus formas, incluida la de quienes emigran buscando un futuro mejor. Significa también ser honesto, no corromperse, cuidar del planeta y no explotar a los más vulnerables. Ser buena persona es mucho más exigente que limitarse a seguir un catecismo.
Lo grave es que al descalificar ese mantra de los padres —“lo importante es que sean buenas personas”— Jorge no solo critica una frase hecha, sino que niega el valor de miles de familias que, aun habiendo abandonado la práctica religiosa, educan a sus hijos en valores sólidos de respeto, tolerancia y solidaridad. Padres y madres que se esfuerzan por transmitir que no hay que pegar, que no hay que humillar, que no hay que discriminar, que no hay que callar ante la injusticia. Eso, Jorge, sí es ser buena persona.
Es fácil lanzar frases altisonantes contra “el fracaso del catolicismo buenista” y contra “la agenda 2030” desde un despacho. Lo difícil es mirar a los ojos de una mujer que ha escapado de un matrimonio violento y decirle que su divorcio es un pecado. Lo difícil es decirle a un joven que cuida de su abuela, aunque no crea en Dios, que no está en el buen camino. Lo difícil es reconocer que la bondad no tiene dueño, que no pertenece a la Iglesia ni a ninguna ideología, que es patrimonio de la humanidad entera.
En el fondo, Jorge de Guadalix parece más preocupado por preservar la obediencia a una institución que por defender la dignidad de las personas. Y ahí es donde su discurso se vuelve peligroso, porque cuando la religión se convierte en excusa para callar injusticias, deja de ser buena noticia y se convierte en carga. La fe, si no se traduce en compasión y justicia, es puro ritual vacío. Y eso lo saben incluso muchos de los jóvenes que él desprecia: por eso se alejan, porque intuyen que hay algo hipócrita en una religión que habla de amor pero impone cadenas.
Ser buena persona no necesita manuales ni sellos de aprobación. No lo determina ni la Iglesia, ni la ONU, ni un partido político. Ser buena persona es, simplemente, vivir con la conciencia de que los otros importan tanto como uno mismo. Y cualquiera, crea o no crea, puede asumir ese compromiso.
Por eso, frente al desprecio de Jorge de Guadalix hacia quienes insisten en lo importante de ser buenas personas, conviene reafirmarlo con fuerza: sí, lo esencial es serlo. Porque de poco sirve recibir todos los sacramentos si después uno es incapaz de evitar el sufrimiento de los demás. Porque de poco sirve declararse católico si, en la práctica, se vive en la indiferencia. Y porque una sociedad de buenas personas, aunque no vayan a misa, será siempre más justa y más humana que una sociedad de beatos hipócritas.