La ausencia de los obispos españoles en el acto de conciliación previo a la demanda civil contra la Conferencia Episcopal por la fuga de datos de casi medio centenar de víctimas de abusos sexuales es más que un gesto administrativo: es un escándalo evangélico. Es la confirmación de que, demasiadas veces, los pastores prefieren proteger el sistema antes que cuidar las heridas de las ovejas.
El Evangelio es claro: “Lo que hagáis con uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis”. Y sin embargo, aquí estamos, con una Iglesia que huye del rostro de las víctimas, que se parapeta tras abogados y excusas, que vuelve a convertir el templo en un espacio de poder más que en una casa de misericordia.
No basta con comunicados ni con comisiones técnicas. Lo que estas personas reclaman, lo que esperan —lo que tienen derecho evangélico a recibir— es un gesto de humanidad. Mirarlas a los ojos, escuchar sus historias sin prisas, pedir perdón con la humildad del que sabe que ha fallado estrepitosamente. La fuga de datos no es un “error administrativo”: es otra agresión. Un golpe añadido a quienes ya cargan con cicatrices profundas. Que los obispos no se presenten en una cita que buscaba reparar, aunque fuera mínimamente, ese daño, es la constatación de un desprecio sistemático. Se puede hablar de negligencia, de torpeza, incluso de cobardía. Pero, en clave evangélica, es algo más grave: es falta de compasión.
Una Iglesia que actúa así no se parece en nada al Evangelio. Jesús tocaba a los intocables, se sentaba a la mesa con los marginados, rompía las lógicas de exclusión. Una Iglesia que, en cambio, huye de la cercanía, que protege la institución antes que a las víctimas, se parece más a la casta de los fariseos: impecable en lo legal, impecable en lo doctrinal, pero incapaz de misericordia.
El problema no es sólo la fuga de datos, ni siquiera la no comparecencia. El problema es el modelo eclesial que late detrás: un sistema clerical blindado, que confunde la misión con la autopreservación, que olvida que la Iglesia no existe para defenderse a sí misma sino para sanar heridas y anunciar esperanza.
Las víctimas lo han dicho alto y claro: no quieren limosnas, ni discursos huecos. Quieren ser tratadas como personas, no como expedientes. Quieren ser escuchadas, reconocidas, acompañadas. Quieren gestos. Y es aquí donde se juega todo. Porque en el Evangelio, el gesto es más fuerte que la doctrina. El samaritano no redacta un documento: se acerca, toca, venda, carga sobre sí al herido. Eso es lo que falta. Eso es lo que desnuda a esta Iglesia: la incapacidad de dar un paso sencillo, humano, compasivo.
Hay un pecado que ya no es sólo personal, sino estructural: el pecado de indiferencia. Se acumulan casos, se repiten los comunicados, se anuncian planes… pero no se transforma la lógica de fondo. La lógica sigue siendo la de proteger al clero, la institución, la imagen. Lo más grave no es la mancha pública, sino la traición evangélica. Porque Jesús no fundó una Iglesia para la autopreservación, sino para lavar los pies, para servir, para hacerse último.
El Evangelio es tajante: los pequeños, los heridos, los pobres son los preferidos de Dios. La Iglesia, si fuera fiel, tendría que tratarlos como tales: prioridad absoluta, ternura sin condiciones, acompañamiento humilde. La ausencia de los obispos en ese acto no es un detalle sin importancia: es un signo de apostasía práctica. Se predica compasión desde los púlpitos, pero cuando llega la hora de encarnarla, se prefiere la comodidad del despacho. Y entonces, los preferidos del Señor vuelven a ser los olvidados de la Iglesia.
Un día esta Iglesia será medida no por la cantidad de misas celebradas, ni por los templos restaurados, ni por los dogmas defendidos. Será medida, como dice Jesús, por si dio de comer, vistió, acompañó, visitó. En esa medida, la no comparecencia episcopal es una condena. Una vez más, los fariseos han pasado de largo.
Y sin embargo, el Espíritu sigue susurrando conversión. Porque todavía es tiempo de volver al Evangelio, de despojarse de los ropajes clericales y acercarse descalzos a las heridas de las víctimas. Todavía es tiempo de llorar con ellas, de pedir perdón de rodillas, de escuchar sin defensas. Todavía es tiempo de dejar que los preferidos del Señor vuelvan a serlo también de la Iglesia.
El día en que los obispos dejen de temer perder poder y se atrevan a perderlo todo por amor a las víctimas, ese día la Iglesia española será de nuevo creíble. El día en que las víctimas sean el centro y no una molestia, el Evangelio volverá a brillar con fuerza. Y entonces, sí: la Iglesia podrá anunciar la Buena Noticia sin sonar como un bronce que retiñe, porque habrá recuperado su única autoridad: la de ser madre y servidora, como lo fue Jesús, el que se abajó hasta el último lugar.