El Obispo de Roma como servidor de la unidad: un horizonte ecuménico posible

El Obispo de Roma como servidor de la unidad: un horizonte ecuménico posible

El nuevo documento vaticano El Obispo de Roma, presentado por el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, representa un momento importante en el camino del ecumenismo contemporáneo. Por primera vez desde el Concilio Vaticano II se ofrece una síntesis del debate teológico y pastoral en torno al ministerio petrino y a la primacía del Papa. No se trata de un texto más en la interminable discusión sobre el poder papal, sino de una propuesta que invita a repensar la figura del Obispo de Roma como un servicio de unidad al conjunto de las Iglesias cristianas.

El documento parte de un hecho innegable: durante siglos, la primacía de Roma ha sido uno de los puntos de mayor división entre las confesiones cristianas. Mientras que la Iglesia católica entiende el primado no solo como cuestión de honor, sino de jurisdicción y autoridad de gobierno, la mayoría de las demás Iglesias lo reconocen, en el mejor de los casos, como un primado de dignidad. La infalibilidad papal, proclamada dogma en el Concilio Vaticano I (1870), ha sido quizá la piedra más pesada en el camino del diálogo. Que hoy el Vaticano reconozca este obstáculo y acepte la necesidad de buscar un nuevo lenguaje, fiel al Evangelio y comprensible para los interlocutores ecuménicos, ya supone un gesto de apertura.

El acento puesto en la sinodalidad es quizás la mayor novedad del documento. El Papa no aparece como un monarca absoluto, sino como parte de un entramado de comunión donde la corresponsabilidad de los obispos y de todo el Pueblo de Dios resulta esencial. Esta perspectiva recupera la memoria del primer milenio, cuando el obispo de Roma era una referencia dentro de un conjunto de Iglesias que se reconocían mutuamente en dignidad. Hablar de circularidad entre primado, colegialidad y sinodalidad supone desplazar la mirada desde la verticalidad del poder hacia una dinámica de servicio.

Ahora bien, la cuestión no es solo teórica. Para que esta reflexión tenga credibilidad, la Iglesia católica debería dar pasos concretos que traduzcan el discurso en práctica. Una Iglesia verdaderamente sinodal implica participación real, escucha efectiva de los fieles, y apertura a la corresponsabilidad de laicos y mujeres. El primado sólo podrá presentarse como servicio a la unidad si se desvincula de estructuras rígidas de poder y se convierte en un espacio de fraternidad.

El documento también recuerda la importancia de valorar los contextos históricos. La forma en que se ejerció la primacía en diferentes épocas estuvo marcada por circunstancias políticas y culturales. Una visión ahistórica del papado lo ha presentado como institución inmutable, cuando en realidad ha variado con los siglos. Reconocer esta historicidad abre la puerta a nuevas formas de ejercer el ministerio de Pedro sin traicionar su intención original.

En este sentido, el texto propone la “comunión conciliar”, es decir, reuniones periódicas entre líderes de todas las Iglesias, no solo para dialogar sino para hacer visible la unidad que ya comparten. Una iniciativa así podría contribuir a una comprensión del primado menos centrada en el poder de gobierno y más en la fraternidad de las comunidades cristianas. El Papa sería entonces el que preside en el amor y convoca, no el que impone decisiones unilaterales.

Desde la perspectiva de los cristianos evangélicos, el documento plantea interrogantes inevitables. ¿Puede el acento en la sinodalidad y en la colegialidad abrir algún espacio de comprensión mutua? ¿Podrían sectores más moderados considerar el papado no como un poder, sino como un servicio de referencia en la comunión de las Iglesias? ¿Resultaría creíble para ellos la invitación a encuentros periódicos de líderes cristianos, en los que el Papa no se situara por encima, sino en medio, como signo de fraternidad? ¿Sería suficiente un cambio de lenguaje y de estilo para superar la desconfianza histórica frente a la infalibilidad y la jurisdicción universal? Son preguntas abiertas que este documento deja flotando, y cuya respuesta dependerá en gran parte de la práctica y no solo de la teoría.

La publicación de El Obispo de Roma no significa que las diferencias se hayan resuelto, pero sí marca un cambio de tono y de horizonte. Por primera vez en mucho tiempo, la Iglesia católica reconoce que la forma de ejercer el papado es parte del problema y que necesita expresarse de modo nuevo para ser entendida y aceptada. Esa autocrítica, tímida pero real, puede abrir la puerta a un ecumenismo más honesto.

En definitiva, el futuro del primado de Pedro dependerá de la capacidad de la Iglesia de pasar de la teoría a la práctica, de la verticalidad a la corresponsabilidad, del poder al servicio. Solo entonces el Obispo de Roma podrá ser visto, también por los demás cristianos, como un verdadero servidor de la unidad.

Tal como ha señalado en varias ocasiones Xabier Pikaza, la gran tarea pendiente es que el papado deje de ser comprendido en clave de autoridad suprema y aislada, para convertirse en un ministerio de comunión dentro de un entramado sinodal. Según su visión, el Papa debería recuperar el lugar que tuvo en el primer milenio, cuando era un punto de referencia en el amor y en la fe, y no una figura de poder absoluto. Ese horizonte, a la vez realista y evangélico, conecta de manera directa con lo que este documento intenta abrir: un papado al servicio de la fraternidad universal más que del gobierno centralizado.

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