Los primeros cien días de León XIV en el papado han despertado análisis diversos. El texto de Juan Antonio Mateos Pérez sintetiza con acierto la diferencia entre Francisco, el papa de los gestos proféticos y disruptivos, y León XIV, el papa de la calma y la diplomacia. Francisco irrumpió con fuerza: gestos de cercanía, palabras contundentes contra la injusticia, viajes simbólicos como el de Lampedusa. León XIV, en cambio, se muestra prudente, sereno, con un estilo de escucha y mediación, pero sin rupturas ni grandes denuncias. Esa comparación es justa: Francisco marcó el listón muy alto con su palabra profética, y León XIV ha preferido comenzar sin sobresaltos, cuidando la unidad y la diplomacia vaticana. El resultado es un inicio de pontificado que transmite paz, pero también deja una sensación de silencio en temas donde el mundo espera claridad: la guerra en Gaza, los abusos, la situación de las mujeres, los migrantes o el reconocimiento de las diversidades.
Ahora bien, el análisis de Mateos puede complementarse con una reflexión más profunda: ¿qué significa hoy el papado y hasta qué punto la propia estructura de la Iglesia ayuda o impide un verdadero liderazgo evangélico? Desde hace siglos, el papado se presenta como la cúspide de una pirámide eclesial: cardenales, obispos, arzobispos, monseñores… una cadena jerárquica que separa al pueblo de Dios de la cabeza visible. Y aquí se abre una pregunta incómoda: ¿es esa forma de organizarse fiel al Evangelio? Jesús mismo rechazó las tentaciones del poder, de la grandeza y de la gloria. Él no buscó tronos ni títulos, sino el servicio humilde, el lavatorio de los pies, la cercanía al pobre y al excluido. Sin embargo, la Iglesia ha terminado configurándose de modo muy parecido a los sistemas políticos: con rangos, privilegios y ascensos que, como ocurre en la política, muchas veces generan ambiciones, ansias de poder y luchas internas.
La crítica no es menor. Un papa puede ser profético en sus gestos y en sus palabras, pero si la estructura que lo sostiene sigue siendo piramidal, rígida y llena de parafernalia, siempre habrá un límite a la verdadera conversión evangélica de la Iglesia. Francisco lo intuyó cuando habló contra el clericalismo y soñó con una Iglesia sinodal, más horizontal. León XIV, por ahora, ha preferido mantener la calma, sin tocar las estructuras de fondo. Otra cuestión clave es la necesidad de esa burocracia eclesial. ¿Es indispensable que existan cardenales, arzobispos, nuncios y una multiplicidad de cargos? Al final, cuanto más lejos se está de la base, más difícil resulta escuchar el clamor del pueblo de Dios. La experiencia política demuestra algo parecido: cuanto más grande es el aparato de poder, más riesgo de desconexión con la realidad cotidiana de la gente.
En este punto surge una cuestión que ya no puede ser callada: el papel de la mujer en la Iglesia. Durante siglos, se ha limitado su presencia a lo secundario o a lo servicial, sin reconocer su plena corresponsabilidad en la misión evangelizadora. Sin embargo, la realidad es evidente: son las mujeres quienes sostienen la vida de las parroquias, de las comunidades, de las catequesis, de la caridad, de la educación, de la vida consagrada. Que su voz no esté al mismo nivel que la de los varones ordenados es un signo de incoherencia y de injusticia que no corresponde al Evangelio. Si la Iglesia quiere ser fiel a Cristo, debe dar un paso claro: sin las mujeres en la toma de decisiones, no habrá verdadera renovación.
A la vez, está pendiente otra deuda: la de los seglares. Se habla mucho de la “Iglesia Pueblo de Dios”, pero en la práctica, la jerarquía sigue acaparando el protagonismo. Los laicos y laicas son mayoría en la Iglesia y, sin embargo, se los trata como espectadores pasivos o ejecutores de lo que otros deciden. El Concilio Vaticano II abrió una puerta que nunca se terminó de cruzar: la de una Iglesia donde el sacerdocio común de todos los bautizados tenga un peso real en la vida comunitaria. Reconocer a los seglares no como auxiliares, sino como corresponsables, sería dar un paso hacia esa Iglesia más horizontal que tanto se necesita.
Volviendo al presente, León XIV parece querer empezar su pontificado construyendo desde la diplomacia. Hay algo valioso en ello: en tiempos de polarización y guerras, alguien que tienda puentes y evite cerrar puertas puede ser necesario. Pero también hay un riesgo: que esa calma se convierta en tibieza, en silencio que duele más que la confrontación. El Evangelio no es un mensaje de equilibrio diplomático, sino de compromiso profético. Jesús no calló ante la injusticia; denunció con nombres y rostros a quienes oprimían al pueblo. Por eso muchos hoy sienten decepción: no basta con llamar a la paz en abstracto, se espera del Papa que señale con valentía las realidades de dolor que claman al cielo. Francisco, en sus primeros cien días, sorprendió con gestos que marcaron un rumbo: cercanía al pobre, denuncia contra la indiferencia, creación del Consejo de cardenales para reformar la Curia. León XIV, en cambio, ofrece un estilo más diplomático, menos arriesgado. Es un papa que escucha, pero que todavía no habla con la fuerza que muchos creyentes esperan.
En este contexto, quizá el gran reto no sea tanto comparar a Francisco con León XIV, sino preguntarnos: ¿qué Iglesia queremos construir? Una Iglesia profética, que no tema alzar la voz por los pueblos sufrientes. Una Iglesia humilde, que renuncie a títulos y pompas que poco tienen que ver con el Evangelio. Una Iglesia sinodal, más horizontal, donde la corresponsabilidad del laicado no sea decorativa, sino real. Una Iglesia que reconozca plenamente el papel de las mujeres, no solo en lo pastoral, sino también en lo decisorio. Una Iglesia que deje de parecerse a los sistemas políticos de poder y se parezca más al Reino de Dios, donde el mayor es el que sirve. Porque al final, el verdadero cambio no vendrá solo de lo que diga o haga el Papa, sino de una conversión estructural y espiritual de toda la Iglesia, desde las comunidades de base hasta la cúpula vaticana.
En sus primeros cien días, León XIV se ha mostrado como un papa diplomático, sereno y prudente. Esa actitud puede ser útil para cuidar la unidad y no precipitarse en decisiones. Pero al mismo tiempo, deja la sensación de que el mundo espera más: más valentía, más palabra clara, más compromiso con los que sufren. La Iglesia necesita serenidad, sí, pero sobre todo necesita profecía, necesita recordar que su misión no es preservar equilibrios políticos, sino anunciar el Evangelio con radicalidad. Y ese Evangelio no es un mensaje tibio: es Buena Noticia para los pobres, denuncia contra los poderosos, anuncio de esperanza para los que sufren.
Si el papado quiere ser realmente evangélico, no basta con un papa diplomático: hace falta una Iglesia menos piramidal, menos política y más humilde, donde la voz profética no dependa de una sola persona, sino que brote de todo el pueblo de Dios. Y en ese pueblo, mujeres y seglares tienen un lugar central, no accesorio. Ese, quizás, sea el verdadero legado pendiente que León XIV podría asumir si quiere pasar de la calma a la profecía.