Juan Antonio Mateos Pérez ha ofrecido una de las lecturas más lúcidas y valientes de los primeros cien días del pontificado de León XIV. Su texto no solo constata hechos, sino que abre un debate necesario sobre el papel que debe jugar la voz profética de la Iglesia en un mundo atravesado por guerras, injusticias y exclusiones. En un tiempo de esperanzas y de urgencias, su análisis se convierte en un espejo donde creyentes y no creyentes podemos interrogarnos acerca de lo que esperamos de un papa, pero sobre todo, acerca de lo que necesitamos de una Iglesia en el presente.
Mateos Pérez señala con claridad que, si bien el nuevo pontífice ha dado pasos en la línea de la paz, “hablar en general de la paz, de la necesidad de detener la violencia y de abrir corredores humanitarios” no ha sido suficiente para responder a la gravedad de los acontecimientos. La referencia a Gaza es central: el pueblo palestino sufre lo que muchos organismos internacionales ya han calificado como crímenes de guerra o actos de genocidio, y sin embargo el papa ha preferido mantenerse en una posición de moderador diplomático, evitando un lenguaje condenatorio contra Israel o Hamas. Esto, que puede ser comprendido desde la lógica de la diplomacia vaticana, se percibe –como dice Mateos Pérez– como una insuficiencia desde el punto de vista profético y evangélico.
El texto recuerda además otros silencios llamativos: en Ucrania, donde no se ha señalado directamente a Rusia como agresor; en los escándalos de abusos dentro de la Iglesia, donde el papa no ha pedido perdón en nombre de la institución ni ha hecho gestos de reparación visibles; en la cuestión de las mujeres y su lugar en la Iglesia, con ausencia de iniciativas claras hacia el diaconado femenino o el acceso a mayores responsabilidades; y en temas que Francisco había puesto en la agenda con fuerza, como la acogida a personas LGTBIQ+, la crisis migratoria en el Mediterráneo, la defensa de la libertad religiosa en China o la denuncia de la desigualdad económica global.
En todos estos ámbitos, lo que Antonio Mateos Pérez nos hace ver es que el silencio pesa tanto como la palabra. León XIV parece querer ofrecerse como un hombre de paz, cuidadoso en el lenguaje, buscando ser puente entre enemigos. Pero el riesgo de esa actitud es que, en tiempos de violencia brutal, la neutralidad se confunda con indiferencia. Y como diría el poeta, “en tiempos de injusticia, el silencio es también una forma de complicidad”.
Ahora bien, sería injusto negar los gestos positivos que el nuevo papa ha impulsado. Su ofrecimiento del Vaticano como lugar de diálogo entre Israel y Palestina mantiene viva la posibilidad de un encuentro. La apuesta ecológica, con el proyecto solar en la Ciudad del Vaticano, es un signo que prolonga la inspiración de Laudato Si. Y la voluntad de ser un moderador cuidadoso en lugar de un agitador mediático puede estar motivada por un deseo auténtico de no cerrar puertas de diálogo. Antonio Mateos no niega estos avances, pero su mérito está en recordarnos que el Evangelio no puede reducirse a la diplomacia.
A partir de sus palabras, cabe subrayar que la Iglesia no está llamada a ser simplemente un árbitro neutral en la arena internacional, sino una voz profética que denuncia la injusticia allí donde se produce. El Evangelio de Jesús no se limitó a proclamar la paz como un ideal abstracto, sino que lo hizo poniéndose del lado de las víctimas, de los pobres, de los perseguidos. En ese sentido, nombrar a las víctimas y a sus verdugos forma parte de la verdad evangélica. Callar sus nombres es, aunque se haga en nombre de la diplomacia, un empobrecimiento del mensaje cristiano.
Antonio Mateos Pérez, con valentía teológica, nos recuerda que la Iglesia pierde credibilidad cuando evita señalar el pecado estructural en la sociedad y dentro de sí misma. La falta de una palabra firme frente a los abusos sexuales en el clero, por ejemplo, hiere a las víctimas y a todo el pueblo de Dios. El silencio sobre el lugar de la mujer en la Iglesia contradice el clamor de igualdad y justicia que resuena en comunidades de todo el mundo. La ausencia de un gesto fuerte hacia migrantes y refugiados contrasta con las lágrimas y los viajes que Francisco había convertido en emblema de su pontificado.
En definitiva, la lectura de Mateos Pérez nos invita a mantener viva la exigencia: esperamos más del papa León XIV, porque el mundo no puede esperar. Sus primeros pasos son moderados, diplomáticos, prudentes. Pero la Iglesia no puede contentarse con ser un actor diplomático más: debe ser la conciencia crítica de la humanidad, una voz que incomode a los poderosos, que denuncie los genocidios, que pida perdón por los pecados propios, que abrace a quienes están en los márgenes.
Celebrar la mirada de Antonio Mateos es celebrar la libertad teológica que no teme señalar las sombras de un pontificado que recién comienza. Sus palabras no son contra el papa, sino a favor del Evangelio. Por eso su texto merece ser leído como un llamado fraterno, como un gesto de amor crítico hacia la Iglesia. En sus propias palabras, “mucha celebración y pocas denuncias”. La tarea pendiente de León XIV es transformar esas celebraciones en profecía, esos silencios en palabras de vida, esas cautelas en gestos que iluminen a los pueblos sufrientes.