“El vacío que deja tu ausencia”

“El vacío que deja tu ausencia”

A veces, la vida nos regala encuentros tan breves como un suspiro, pero capaces de marcar para siempre. Así fue la primera vez que la vi: unos minutos antes de un examen, en una provincia gallega, su mirada cruzó la mía y algo se quebró y a la vez se iluminó. Venía de otra tierra cercana, Asturias quizá, y sin embargo, en esos segundos, parecía que todo lo que había conocido hasta entonces se detuvo. Su mirada, profunda y transparente, transmitía una nobleza que no se aprende, una sencillez que no se finge, y una delicadeza que parecía envolver el aire a su alrededor.

Es curioso cómo la vida guarda sus tesoros para quienes saben esperar. Pasaron los años, pero aquel instante no se desvaneció. Cuando finalmente nos reencontramos, fue como si todo lo que había esperado se materializara en un solo gesto: ella bajó del tren y un beso nos unió. Un beso que no se olvida. Que no se mide en segundos, sino en la eternidad que encierra un corazón que reconoce a otro corazón.

Desde aquel momento, los encuentros se multiplicaron, cada uno más vivo que el anterior. Comidas compartidas donde el tiempo parecía desvanecerse, puestas de sol que pintaban de oro el horizonte y nos recordaban que los instantes son eternos cuando se viven juntos. Paseos junto al mar, paisajes que parecían pintados solo para nosotros, silencios que hablaban más que cualquier palabra. En cada gesto, en cada sonrisa, encontraba la confirmación de que existía un amor que no se rinde ante la distancia ni ante los días grises.

Y entonces, cuando ella se va, sucede lo inevitable: el vacío. Un vacío que no se describe con palabras triviales, porque es más que ausencia física; es como si la vida misma se contuviera. El aire parece más denso, cada respiración se convierte en un recordatorio de lo que falta. La luz se apaga un poco, como si el mundo supiera que una parte de su magia se ha marchado con ella. Es un dolor suave y penetrante, un hueco en el pecho que recuerda que amar también es sentir la fragilidad de la existencia.

Este amor no es perfecto; el amor perfecto no existe. Pero incluso en medio de los desencuentros, de los malentendidos o los silencios incómodos, hay algo que perdura: un amor capaz de perdonar, de esperar, de sostener sin condiciones. Un amor que se reconoce en la mirada, en la ternura, en los gestos más pequeños. Porque amar a alguien de verdad no consiste en eliminar los obstáculos, sino en querer atravesarlos juntos, con la certeza de que lo que une no se rompe con el tiempo ni con la distancia.

Cuando pienso en ella, entiendo que este amor es como un río: a veces sereno, a veces turbulento, pero siempre profundo. Un río que sabe que incluso la corriente más intensa no puede borrar lo que ha tocado el corazón. Y en esa corriente, en ese fluir constante, habita la esperanza. La esperanza de volver a verla, de cruzar de nuevo nuestras miradas y sentir que todo lo vivido, todo lo sentido, no ha sido en vano.

Hay algo en su manera de ser que trasciende la belleza física; es su esencia la que enamora. La delicadeza con la que mira, la ternura con la que habla, la nobleza que irradia sin esfuerzo. Todo eso crea un refugio invisible, un hogar que no se construye con paredes sino con momentos compartidos y emociones sinceras. Y cuando ese refugio se vacía por su partida, uno comprende que amar es también aceptar la fragilidad de la vida, el dolor de la separación y la fuerza de la esperanza.

Amarla es sentir que la vida se multiplica y se contrae a la vez. Es sentir que el aire, cuando ella no está, se vuelve pesado y necesario, como si cada respiro fuera un recordatorio de que algo esencial se ha ido. Es comprender que el amor no se mide por la perfección, sino por la intensidad con la que se vive, por la generosidad con la que se entrega y por la paciencia con la que se espera.

Así, en cada despedida, aprendo que el vacío que deja su ausencia no es solo dolor; es también memoria, deseo y vida. Es la prueba de que amar de verdad implica sentir, en cada célula, que la existencia se engrandece y se fragiliza al mismo tiempo. Porque en ese amor hay fuerza y fragilidad, ternura y pasión, simplicidad y profundidad. Y sobre todo, hay un latido que sigue, incluso cuando ella se ha ido, recordándome que el amor verdadero no desaparece, sino que espera, paciente, hasta que se cruzan de nuevo los caminos de dos almas destinadas a encontrarse.

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