El viento del Atlántico acariciaba los pinos inclinados que custodiaban la laguna de Valdoviño, ese rincón secreto donde el mar se mezcla con la calma del agua dulce. El sendero se extendía entre dunas suaves y un horizonte abierto que parecía no tener fin. El aire estaba impregnado de salitre y resina de pino, y cada paso era como adentrarse en una pintura que se grababa en el alma.
Aquel día, la luz del amanecer bañaba la laguna con tonos dorados y rosados, y cada reflejo sobre el agua parecía un pequeño milagro. Caminaba despacio, disfrutando del rumor de las olas al otro lado de la barra de arena, cuando me crucé con una caravana discreta, aparcada al borde del sendero. Era blanca, con las cortinas corridas, y de ella emergía una atmósfera hogareña en medio de aquel paraje agreste.
Un matrimonio francés descansaba allí, refugiados como tantos otros en aquel tiempo extraño del COVID. Las distancias eran obligadas, pero la soledad empujaba al encuentro. Nos saludamos con cierta timidez, conscientes de las mascarillas, de la desconfianza que flotaba en el aire. Pero poco a poco, la conversación fluyó. Hablamos de la pandemia, de cómo había cambiado el mundo, del miedo y de la fragilidad, pero también de los pequeños gestos que nos mantenían humanos.
Había algo en su forma de escuchar, en sus ojos atentos y brillantes, que me hizo sentir un calor inesperado en medio de aquel tiempo de aislamiento. Fue una charla breve, sencilla, pero con la hondura de lo auténtico. Cuando me despedí y seguí caminando, sentí que algo quedaba incompleto.
Anduve algunos kilómetros, con el rumor del mar a mi izquierda y los reflejos plateados de la laguna a mi derecha. El paisaje era tan inmenso y llano que parecía llevar mis pensamientos hacia adentro, hacia lo profundo de mí mismo. Allí, en medio de aquel silencio roto solo por las aves, entendí que no podía marcharme sin volver a ofrecer algo.
En mi mochila llevaba una botella de Albariño, un vino gallego de los que guardas para las ocasiones que merecen la pena. Y pensé: si algo había que celebrar en medio de esa época gris, era ese instante de fraternidad inesperada.
Di vuelta. Regresé sobre mis pasos, con la botella en la mano. Me acerqué a la caravana y toqué suavemente los cristales de la ventana. Ellos salieron, sorprendidos, y cuando les tendí el vino, al principio no lo aceptaban. Negaban con la cabeza, con esa cortesía que parecía decir “no queremos incomodar”. Pero yo insistí:
—Es de corazón —les dije—. Es un regalo para compartir, no para poseer.
Entonces, algo cambió en sus gestos. Sonrieron. Y de pronto, como si se tratara de un rito antiguo, ellos también buscaron algo que ofrecer. La mujer entró un instante en la caravana y regresó con un pequeño paquete envuelto en papel. Era un pedacito de queso, diminuto, humilde, pero ofrecido con la solemnidad de un tesoro. Me explicaron que venía de una aldea remota en la región del Jura, en el este de Francia. No recuerdo ahora el nombre exacto, pero lo invento como si lo recordara: “Fromage de Clairmont”, un queso de corteza lavada, intenso, dorado por fuera y suave como mantequilla por dentro.
Nos sentamos en la hierba, a unos metros de la caravana, y allí abrimos la botella y cortamos el queso. El sabor del Albariño, fresco y atlántico, se mezclaba con la profundidad terrosa de aquel queso francés. Lo que ocurrió entonces fue casi un ritual: al pasar la copa y compartir el queso, sentí que participábamos de un rito de comunión laico, un gesto que recordaba a la ceremonia cristiana, pero sin templos ni ceremonias formales. Solo estábamos nosotros, la laguna, el viento y aquel instante suspendido en el tiempo. Fue un acto de entrega y de confianza, un pequeño sacramento de humanidad compartida.
El lugar ayudaba. El cielo, ahora teñido de naranja y violeta al atardecer, parecía inclinarse hacia nosotros, y la laguna, con su espejo azul, se hacía eco de lo que ocurría. El mar rugía a lo lejos, pero en nuestro círculo reinaba la paz y la atención plena.
Hablamos poco más. El lenguaje era torpe entre mi castellano y su francés, pero no hacían falta muchas palabras. Bastaba la sonrisa, el gesto de pasar la copa, la miga de pan que acompañaba el queso. Todo adquiría un sentido de sencillez luminosa, como si el mundo, con todas sus heridas, pudiera curarse con actos así.
Cuando nos despedimos, la botella quedó vacía y el queso reducido a unas migas en el papel. Pero la sensación era de plenitud. Seguí mi camino, con el corazón ligero, pensando que la vida no se mide en los grandes acontecimientos, sino en esos instantes en que la bondad se ofrece sin cálculo.
Hoy, al recordarlo, pienso que aquella tarde junto a la laguna de Valdoviño fue como una parábola discreta: un vino gallego y un queso francés bastaron para recordarnos que seguimos siendo humanos, que seguimos necesitándonos unos a otros.
El paisaje continúa grabado en mí: la laguna quieta, el mar al fondo, los pinos inclinados, el aire que olía a libertad en medio del encierro. Pero sobre todo permanece el gesto compartido, la comunión del Albariño y del queso invisible, más fuerte que cualquier palabra.