Cuando Florecen las Generaciones

Cuando Florecen las Generaciones

Cada primavera, el árbol se viste de flores como si la vida quisiera recordarnos que nada se pierde del todo. Los pétalos que un día cayeron dieron fuerza a las raíces, y gracias a ellos hoy la rama vuelve a vestirse de color. La creación misma nos susurra un misterio: todo lo que fue sigue latiendo en lo que ahora es.

En mi vida han pasado generaciones como estaciones del año. La memoria alcanza a mi tatarabuela, raíz profunda, enterrada en la tierra fértil de la historia. De ella no conservo más que un eco, pero ese eco alimenta lo que hoy soy. Luego vino mi abuela, como un tronco fuerte que ofrecía sombra, guardiana de la memoria.

Y en medio de esas voces aparece la de mi bisabuelo Ricardo, un hombre de sensibilidad exquisita, que me enseñó a mirar el mundo con otros ojos. Me mostró que Dios se revela en la naturaleza, en la brisa que acaricia las hojas, en la luz que se filtra entre las ramas, en la flor que nace y en la que cae. Sus palabras fueron semilla en mí: “Mira la creación —decía—, allí encontrarás el rostro de Dios.” Y hoy, al contemplar un árbol florecido en primavera, siento que sus palabras siguen vivas, que su enseñanza me guía para descubrir lo sagrado en lo sencillo.

Mis padres también marcaron mi camino: mi madre aún vive, y verla es como contemplar una rama cargada de vida, promesa y ternura. Mi padre ya partió, y su ausencia es como ese pétalo que el viento arrastra… pero que nunca se pierde del todo, porque se convierte en semilla que fecunda la tierra.

Así descubro que la vida no es un vacío, sino un tejido de continuidad. Cada generación florece, deja su perfume, y un día se entrega al viento. Sin embargo, en lo más hondo, todas permanecen unidas en el mismo árbol, alimentadas por una savia invisible. Esa savia es Cristo, de quien viene la Vida, en quien cada rama tiene sentido, en quien cada flor encuentra eternidad.

“En Él somos, nos movemos y existimos.” No somos flores solitarias que nacen y mueren al azar. Somos parte de un misterio mayor. Somos uno en Cristo Jesús, como un árbol que extiende sus ramas hacia el cielo y hunde sus raíces en la eternidad.

El árbol florecido que ahora contemplo me habla de quienes estuvieron antes y de quienes vendrán después. De los que se marcharon y de los que aún permanecen. De las lágrimas que se derraman en silencio y de las sonrisas que regresan con cada brote nuevo. La vida es un relevo constante, un canto de generaciones que nunca cesa.

Miro hacia atrás y agradezco: agradezco las huellas de mis mayores, la ternura de mi abuela, la raíz silenciosa de mi tatarabuela, la mirada sensible de mi bisabuelo Ricardo, la presencia viva de mi madre, y la herencia de amor de mi padre, que ya florece en la eternidad. En Él no hay despedidas definitivas, solo transformaciones.

Y entonces comprendo que mi historia no está hecha de pérdidas, sino de continuidad. Que el árbol nunca muere, aunque las flores caigan. Que cada primavera es una nueva oportunidad de creer que todo está vivo en Dios. Y que cuando mi propia flor se desprenda, no será un final, sino el regreso a la raíz, donde todas las generaciones se abrazan en la eternidad.

Así, bajo un cielo claro de primavera, entre las ramas que se abren como brazos hacia lo alto, me atrevo a confesarlo: la vida es un árbol eterno, y en Cristo todos somos uno, floreciendo sin cesar.

El corazón del árbol, sin embargo, es el amor en la familia. Es ese amor el que hace posible que las raíces sean firmes, que las ramas se eleven y que las flores se abran al sol. El amor familiar es la herencia más preciosa: une generaciones, sana heridas, y convierte cada recuerdo en esperanza. Al final, es el amor el que permanece, el que da sentido, el que nos conduce a Dios.

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