El sol caía sobre Valdoviño con la lentitud de quien quiere alargar un instante eterno. El mar brillaba como un espejo encendido, y las olas llegaban a la orilla con un rumor que parecía un lamento. Caminaba solo, con los pies hundiéndose en la arena húmeda, mientras el viento me traía el olor a sal y esa sensación de que el mundo, por un momento, podía detenerse.
Era verano, pero en mi interior reinaba un invierno áspero. El calor del día contrastaba con la helada que llevaba en el pecho. Cada tarde repetía lo mismo: bajar a la playa, esperar el atardecer, hablar con Dios en silencio. No porque tuviera respuestas, sino porque solo Él parecía escucharme.
Me habían arrebatado casi todo. Mi casa, mi paz, incluso mis hijos, que ahora me miraban como a un extraño. Dormía en el coche, con el asiento reclinado como única cama. Al principio lloraba, pero aprendí pronto que las lágrimas también se agotan. Lo que más dolía no era la incomodidad, sino la distancia forzada con mis hijos, ese muro invisible que alguien había levantado hasta convertirlos en jueces implacables de un padre que siempre los amó.
Un día descubrí el nombre de lo que me estaba pasando: Síndrome de Alienación Parental. Alienar: romper el vínculo, volver al otro ajeno y hostil. Eso habían hecho con ellos. Me dolía escucharlos repetir frases que no podían ser suyas: “No quiero ir contigo”, “Tú no nos entiendes”. Palabras que, lo sabía bien, no nacían de su corazón, sino de la influencia de quien quería borrarme de sus vidas.
En los libros médicos leía que el SAP era reconocido como maltrato infantil. Lo decían manuales, diccionarios, psiquiatras. Pero esas páginas no me calmaban. La justicia, en los tribunales, se volvía ciega. Las denuncias falsas pesaban más que la inocencia. Y mientras tanto, yo me quedaba sin hijos, sin voz, sin nada.
Por eso cada tarde venía aquí, a la playa. El mar rugía como mi propio corazón, y en ese rugido encontraba el eco de mis preguntas. No me hacía falta gritar: solo susurraba en el alma. “Señor, no me dejes solo. Devuélveme a mis hijos. Dame fuerza para no rendirme”. Y en esa conversación, poco a poco, encontraba algo que no esperaba: una calma ligera, como una mano invisible que me sostenía.
Había noches en las que pensaba en rendirme. Conocía a otros padres que habían llegado a ese borde, convencidos de que ya no había sentido en seguir respirando. Y sin embargo, cada amanecer me encontraba todavía aquí, vivo. Si seguía de pie era porque Alguien me sostenía. Esa certeza era el único hilo que no me dejaba caer.
Valdoviño, con sus atardeceres inmensos, se convirtió en mi templo secreto. Cada ola era un salmo, cada nube encendida una oración. El verano, que para otros era fiesta y risas, para mí era batalla y refugio. Pero aprendí en medio de la arena húmeda que solo Dios podía calmarme.
La justicia humana fallaba, los amigos se desvanecían, mis hijos me rechazaban. Pero Dios no me abandonaba. En su silencio encontraba compañía, en mi desesperanza descubría un destello de esperanza. El dolor seguía siendo brutal, pero ya no era un dolor vacío: era un dolor habitado, compartido con Él.
Aquella tarde, mientras el sol se escondía detrás del monte, respiré hondo. El mar rugía, yo seguía en pie. Tal vez mis hijos un día volverían a mirarme con los ojos limpios de prejuicio. Tal vez no. Pero hasta entonces seguiría viniendo aquí, a Valdoviño, a buscar en cada ola y en cada rayo de luz el rostro de Aquel que, pese a todo, me mantenía vivo.
Y entendí, con el corazón desgarrado pero firme, que aunque todo me fuera arrebatado, aunque la soledad me devorara, siempre quedaría algo que nadie podría robarme: la certeza de que Dios camina conmigo, incluso en el sufrimiento.
Ese fue mi milagro de verano.