En Jumilla (Murcia), el Ayuntamiento, con los votos de Partido Popular y Vox, ha aprobado una enmienda para prohibir que las comunidades musulmanas celebren en instalaciones municipales dos de sus festividades más importantes: el fin del Ramadán y la Fiesta del Cordero. La medida, que afectará ya a la primavera de 2026, supone un paso atrás no solo en la convivencia, sino en el reconocimiento de los derechos fundamentales.
La excusa oficial es que el polideportivo municipal no debe ser usado para actos religiosos colectivos. Sin embargo, este argumento se desmorona cuando se observa que esos mismos vecinos, a los que se les niega un espacio para rezar, son bienvenidos cuando se trata de trabajar a 50 grados en los invernaderos del campo murciano. En otras palabras: su mano de obra es necesaria, su fe es un estorbo.
El mensaje que envían PP y Vox es claro: “Tu trabajo sí, tu religión no”. Y esto no es una cuestión menor. La libertad de culto, consagrada en la Constitución Española y en los tratados internacionales de derechos humanos, no se puede aplicar de forma selectiva dependiendo del credo o del color de la piel.
Hipocresía selectiva
La ironía es amarga. Si en lugar de jornaleros fuesen jeques millonarios que invierten en equipos de fútbol, empresas y turismo, difícilmente encontraríamos tantas barreras para el ejercicio público de su fe. Lo hemos visto antes: cuando hay dinero y poder, el velo o la oración se convierten en exotismo aceptable, incluso en reclamo cultural. Pero cuando se trata del vecino de a pie, el que vive al lado, la religión se vuelve “un problema”.
Esto revela un doble rasero que degrada el propio concepto de laicidad. La neutralidad del Estado no significa invisibilizar o arrinconar las expresiones religiosas que no nos gustan, sino garantizar que todas puedan manifestarse en igualdad de condiciones. La laicidad auténtica es inclusiva, no excluyente.
Un retroceso que huele a miedo
Medidas como esta no surgen en el vacío. Forman parte de un clima político en el que se asocia lo musulmán con lo ajeno, con lo peligroso o problemático. En lugar de educar en la diversidad, se legisla para restringirla. Este discurso, repetido hasta la saciedad, cala poco a poco, normalizando lo que antes se consideraba discriminación abierta.
Lo más preocupante es que se trata de un precedente. Si hoy se impide el uso de un polideportivo para una fiesta religiosa, mañana puede ser el centro cultural para una charla interreligiosa o la biblioteca pública para una exposición sobre diversidad espiritual. La libertad se erosiona así, paso a paso, hasta que solo queda en el papel.
La religión como puente, no como muro
Quien conoce mínimamente el estudio de las religiones sabe que todas, desde las tradiciones monoteístas hasta los cultos orientales, tienen en su núcleo un impulso hacia lo trascendente que busca sentido, comunidad y solidaridad. No es el rezo lo que amenaza la convivencia, sino la instrumentalización política del miedo.
Las fiestas religiosas no son simples rituales: son momentos de encuentro, de afirmación cultural, de reconexión comunitaria. Negarles un espacio público es un acto simbólico de exclusión. Es decir: se está diciendo a un grupo entero que sus raíces y sus expresiones no tienen lugar en la vida común.
El falso argumento de la neutralidad
PP y Vox justifican esta medida apelando a la neutralidad institucional. Sin embargo, esa neutralidad no se aplica con el mismo celo cuando se trata de procesiones, misas o bendiciones en fiestas patronales, que se celebran con apoyo logístico y económico de los ayuntamientos. Esto no es neutralidad: es preferencia ideológica disfrazada de imparcialidad.
Lo que está en juego no es solo el derecho de unos pocos cientos de vecinos a rezar en un polideportivo. Lo que está en juego es el modelo de convivencia que queremos para el futuro. O entendemos que la diversidad religiosa es parte de la riqueza social, o caeremos en un empobrecimiento cultural que, tarde o temprano, nos pasará factura.
Cuando la ley se convierte en excusa
La libertad religiosa no es un capricho que el poder concede o retira según convenga. Es un derecho que protege a todos, porque mañana puede que la minoría seas tú. La historia está llena de ejemplos en los que lo que comenzó como una restricción “razonable” se convirtió en un patrón de represión sistemática.
Los partidos que hoy defienden esta prohibición no están protegiendo la convivencia, la están debilitando. La están reduciendo a un conjunto de reglas donde el diferente es tolerado solo mientras no se note demasiado.
Conclusión: una llamada a la coherencia
La verdadera prueba de la democracia no está en cómo tratamos a los que piensan como nosotros, sino en cómo garantizamos los derechos de quienes viven, creen o celebran de forma distinta. Si PP y Vox fueran coherentes con la Constitución que tanto invocan, no tendrían miedo de ver un polideportivo convertido por unas horas en lugar de oración.
La convivencia no se construye borrando diferencias, sino reconociéndolas y dándoles un lugar en el espacio público. Porque si solo hay sitio para la fe de algunos, lo que tenemos no es neutralidad, es privilegio.
Extraordinario retrato de los que diciendo una cosa hacen otra, y todavía hay alguien ten ciego que no ve lo que realmente son y les defiende y vota
Salu2