Vivimos tiempos en los que la presencia de Dios en la vida de los jóvenes está siendo reemplazada por el entretenimiento vacío, y lo más preocupante es que esto sucede incluso en espacios que se presentan como “eclesiales”. Al leer la noticia publicada en el Facebook de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol sobre su reciente campamento de verano, me invadió una mezcla de tristeza, desconcierto y necesidad urgente de una profunda reflexión pastoral.
El mensaje transmitido es claro: hubo surf, playa, rutas, piscina, zumba, defensa personal, yoga, baile gallego, talleres creativos, cocina, convivencia… y aunque se habla de “experiencias que marcan” y de “semillas de cambio”, no aparece ni una sola mención a la oración, la Palabra de Dios o la celebración de la Eucaristía. Todo lo que constituye el corazón de la espiritualidad cristiana está ausente. En su lugar, una lista de actividades lúdicas, perfectamente posibles en un campamento laico, de cualquier ONG o incluso de una agencia de turismo juvenil.
¿En qué momento se vació el alma del anuncio cristiano para dejar solo la cáscara del entretenimiento?
La pregunta no es menor. Porque cuando en el mismo espacio virtual donde se celebra el campamento alguien comenta con ironía: “¿Quién es Jesús? No conozco a ese señor… pero bueno, seguro que estuvo bien porque hicieron yoga”, lo que aparece no es una simple anécdota, sino el rostro visible de una generación que ha sido privada del encuentro con Cristo en muchos de nuestros espacios eclesiales. Si Jesús no se presenta como el centro del campamento, ¿a quién estamos evangelizando? ¿Qué estamos transmitiendo?
No se trata de negar la importancia de la convivencia, del juego o de las actividades físicas y creativas, pero sí de denunciar un desequilibrio gravísimo. Cuando la Palabra de Dios ya no ocupa el primer lugar, cuando no se ora, no se medita, no se celebra, cuando no hay adoración ni tiempos de silencio interior, lo que se ofrece es una experiencia vacía de trascendencia. Es un evento superficial que podría llevar el mismo nombre que una actividad del ayuntamiento local, sin distinguirse en lo esencial.
El Papa Juan Pablo II, gran pastor de la juventud, insistía en que los jóvenes “no sólo tienen sed de cosas, sino de sentido. Tienen sed de Dios” (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud, 2002). Lo decía con la claridad del que había visto generaciones enteras transformadas por el encuentro real con Cristo. Para él, los campamentos, encuentros, vigilias o jornadas con jóvenes tenían como centro la adoración, la Palabra, el sacramento y la oración personal y comunitaria. Nunca pensó que la fe se transmitiese por ósmosis en medio de actividades deportivas, sino a través de un anuncio explícito, directo y vibrante del Evangelio.
El teólogo Juan Martín Velasco, profundo conocedor de los procesos de fe en la modernidad, alertaba sobre el riesgo de convertir la pastoral en una “actividad sin Dios”, donde la experiencia religiosa se sustituye por valores vagos como la amistad o la solidaridad, pero sin mística, sin encuentro personal con el Misterio. En su libro La experiencia cristiana de Dios, afirmaba que la evangelización exige ayudar a los jóvenes a entrar en una relación real, viva, concreta con el Dios revelado en Jesucristo, no con una serie de valores sin rostro.
Xabier Pikaza, en sus múltiples estudios sobre espiritualidad bíblica y teología pastoral, insiste en que la fe se transmite desde una experiencia integral de Dios que nace de la escucha, la Palabra, el silencio y el compromiso, no de una mera animación social. Advierte que si los espacios eclesiales no ofrecen ese camino espiritual profundo, acaban presentando un cristianismo diluido, sin fuerza transformadora.
Y Romano Guardini, en su clásico La esencia del cristianismo, ya advertía que una pastoral juvenil que no cultive la interioridad corre el riesgo de dejar a los jóvenes desarmados frente al vacío espiritual de la cultura contemporánea. El yoga, el mindfulness, los talleres creativos… pueden ofrecer una estética de paz interior, pero sin el centro cristológico, sin Cristo, todo es relativismo espiritual.
La Iglesia no puede renunciar a su misión primera: formar discípulos, no solo ciudadanos “buenos” o jóvenes alegres. La alegría verdadera, la que permanece y transforma, nace del encuentro profundo con el Resucitado, no de la defensa personal o de una clase de zumba, por muy bien que se lo pasen.
Por eso urge una revisión crítica del modelo de campamento presentado. ¿Dónde están los tiempos de oración? ¿Dónde las celebraciones litúrgicas? ¿Dónde el anuncio kerigmático de Jesucristo, muerto y resucitado? ¿Dónde el silencio contemplativo? ¿Dónde los grupos de meditación bíblica, como los que muchos de nosotros vivimos en generaciones anteriores y que marcaron el inicio de vocaciones, compromisos cristianos profundos, familias fundadas sobre la fe?
No podemos seguir diluyendo el Evangelio en el buenismo de las emociones ni en la distracción del entretenimiento. Los jóvenes no necesitan más ocio, necesitan sentido, profundidad, verdad, comunidad creyente, Dios. Y necesitan también adultos que no tengan miedo de presentar a Jesucristo con claridad y convicción, no como una idea, sino como una persona viva que transforma.
Hoy más que nunca, evangelizar a los jóvenes es una urgencia pastoral, y no se puede hacer sin oración, sin Palabra, sin sacramentos, sin experiencia espiritual profunda. Lo contrario, aunque se disfrace de “semilla de cambio”, es simplemente un cristianismo sin Cristo.
Hola, solo aclarar que hay una equivocación: el cartel que aparece en la imagen es del Campamento Diocesano, organizado por el Colectivo Campamento Diocesano, una iniciativa plenamente eclesial.
En cambio, el campamento al que se referían las redes sociales de la diócesis es el organizado por Cáritas Diocesana de Mondoñedo-Ferrol.
Son dos campamentos distintos.