En Xestoso ya no se reza por el alma de los difuntos, sino por la del bar. El cura del lugar, Luis Rodríguez Patiño, ha elevado al cielo una petición divina: “Señor, salva los bares del rural gallego”. Y lo hace con tanta convicción como si estuviera invocando al Espíritu Santo en la consagración. No se pide lluvia para el campo ni juventud para las parroquias envejecidas. Se pide caña, café y dominó.
Luis Rodríguez Patiño oficia misa en cinco parroquias entre Lugo y A Coruña. Y entre una consagración y otra, entre un “palabra del Señor” y un “podéis ir en paz”, lanza su plegaria más urgente: que no cierren más bares en los pueblos. En su particular visión pastoral, el bar es el templo del rural. Es donde se llora el entierro, donde se toma el café tras el pésame, y donde, por supuesto, se discute de política, fútbol y herencias.
Pero, con todo el respeto a la fe ajena, ¿en qué punto hemos confundido la redención con la consumición? ¿Dónde está escrito en el Evangelio que el futuro del rural pasa por el pacharán? ¿Qué clase de teología es esta, en la que el sagrado sacramento se confunde con el carajillo?
Hay en esta liturgia del bar rural algo de parodia involuntaria. Como si la salvación de Galicia dependiera de un par de cafés con leche y una partida de tute. No se trata de despreciar el bar: es cierto que es un espacio social, necesario, y hasta entrañable. Pero convertirlo en el último bastión cultural del rural es, cuando menos, pobre.
¿Es eso lo que queremos para nuestros mayores? ¿La única alternativa al silencio de la aldea? Un poco de dominó, un poco de licor café, y los más atrevidos un karaoke de Camilo Sesto en el fondo. ¿Dónde está la apuesta por una cultura rural diversa, activa, transformadora? La misa de Luis Rodríguez Patiño nos recuerda demasiado a esa Galicia en blanco y negro, en la que las mujeres fregaban y los hombres bebían Albariño hablando del tiempo.
Desde la teología, uno no puede dejar de recordar a Andrés Torres Queiruga, que hablaba de una fe razonada, no supersticiosa, y de una espiritualidad capaz de comprometerse con la justicia, el conocimiento, la cultura. Rezar por un bar no es un acto de fe, es un gesto de desesperación adornado con incienso. Como si el Espíritu Santo se paseara por la barra buscando el grifo de Estrella Galicia.
Para colmo, el cura no solo reza, sino que pide a la Xunta de Galicia “bonos de consumo para los bares del rural”. Una especie de Plan Marshall para cafés y cañas. No hablamos ya de transporte público, escuelas o bibliotecas. No, hablamos de subvencionar el vermú.
¿Cuándo se perdió el norte? ¿Cuándo dejamos de pensar que el futuro de un pueblo podía pasar por un centro social, un grupo de teatro aficionado o una huerta comunitaria? ¿Por qué el modelo de vida del anciano gallego debe reducirse a la timba del bar y la misa de las doce?
El rural gallego muere, sí, pero no por falta de bares, sino por falta de alternativas. Jóvenes que se marchan porque no hay empleo ni vivienda asequible. Mujeres que cargan con todo el peso de los cuidados. Niños que tienen que madrugar a las seis para ir al colegio más cercano. Y a cambio, nos dan bonos para que los abuelos tomen un chato más.
Aquí se junta todo: la nostalgia de una Galicia que ya no existe, la política de escaparate y una Iglesia que no acaba de entender por qué las iglesias están vacías. Rezar por los bares es como rogarle a Dios que salve las teles de tubo. Es tierno, pero es inútil.
Y ojo: no es la primera vez. En otra ocasión, el mismo párroco celebró una misa para que reparasen los baches de la carretera. Y lo más inquietante: ¡le hicieron caso! Al día siguiente, allí estaban las brigadas del Concello, asfaltando como si fueran ángeles con chaleco reflectante. ¿Será que Dios también trabaja para Obras Públicas?
Así que si seguimos por este camino, no descarto que el mes que viene tengamos misa por el aumento de cobertura de móvil en el cementerio, o una novena para que vuelva el panadero los lunes. Y, por supuesto, una procesión para bendecir la máquina tragaperras.
En fin, que cada uno rece a quien quiera. Pero si vamos a convertir el rural en un altar de cañas y oraciones absurdas, por lo menos que el cura sirva los cafés con sotana, y que los feligreses de la Xunta repartan los bonos desde el púlpito.
Porque una cosa está clara: si el bar es el templo, Galicia está a un chupito de convertirse en Estado confesional… pero de licor café.
Amén. Y pasen otra ronda.