Cuando los pastores no pastorean

Cuando los pastores no pastorean

Hay momentos en la vida de la Iglesia en los que el pueblo fiel, ese que sostiene con su oración, su trabajo silencioso y su perseverancia las estructuras muchas veces oxidadas de la institución, se queda perplejo. Perplejo ante la inacción. Ante la falta de dirección. Ante el silencio que se convierte en abandono. Hay momentos en los que un obispo, en lugar de ser pastor, parece más bien un espectador resignado de su propia diócesis.

En una diócesis, no hace tantos años, aterrizó un prelado que desde el primer día daba señales claras de no querer estar allí. —decían en los pasillos eclesiásticos— nunca cruzó del todo los límites de su tierra con su caracter agridulce. Su destino episcopal era una tierra húmeda, gris, atlántica, y él parecía mirar siempre hacia el sur de su mapa interior. Aterrizó sin convicción, y pronto se notó: la diócesis empezó a apagarse.

No supo o no quiso gobernar. Ante los conflictos, su actitud no fue la de quien escucha y discierne, sino la de quien esquiva. Los problemas eran siempre ajenos, los responsables otros. Él simplemente quería pasar, sobrevivir, que nadie le pidiera cuentas, y si era posible, que le dejaran volver a donde en realidad deseaba estar. Y así, la diócesis se le hizo grande. No porque fuera ingobernable, sino porque él nunca quiso asumirla de verdad.

Entre los suyos, incluso en el seno de la Conferencia Episcopal, se le conocía con un apodo que no deja lugar a dudas: “la sorda”. No solo por su actitud constante de indiferencia hacia los problemas, sino también —dicen quienes trabajaron con él— porque tampoco oía bien. Literalmente. Pero esa sordera física se convirtió en símbolo de una sordera espiritual, pastoral, institucional. No escuchaba. Ni a los fieles, ni a los sacerdotes, ni a la realidad.

Uno de sus primeros actos fue cerrar todo lo que oliera a formación: la teología para los seglares, los institutos de ciencias religiosas, el seminario menor. Todo se fue clausurando con sigilo, como quien apaga luces en una casa donde ya nadie va a vivir. La vida intelectual, pastoral y vocacional quedó reducida a la mínima expresión. Y con ello, los fieles que buscaban profundizar en su fe quedaron huérfanos.

Pero donde su inacción fue más escandalosa fue en los casos de verdadero escándalo. Uno de sus sacerdotes mantenía desde hacía tiempo una doble vida con una feligresa. En vez de actuar con prontitud, discernir, corregir, hablar con claridad, prefirió hacer como que no pasaba nada. Solo cuando el caso fue aireado en un conocido blog de información religiosa, y cuando el escándalo amenazó con volverse incontrolable, se vio forzado a actuar. No por convicción, sino por presión. No por justicia, sino por imagen.

Esto no es solo una anécdota. Es el reflejo de algo más profundo: cuando el pastor no pastorea, el rebaño sufre. Cuando el que debe velar por la fe, la moral y la vida eclesial se convierte en un mero burócrata del silencio, el daño no es solo institucional. Es espiritual. Porque los fieles, los de buena voluntad, los que aún creen que la Iglesia puede ser madre y maestra, quedan heridos. Se escandalizan, y no porque no sean maduros en la fe, sino porque sienten que han sido abandonados por quien tenía la responsabilidad de cuidarles.

La pasividad episcopal no es neutral. Es una forma de acción, pero al revés. Es acción destructiva por omisión. Y muchas veces, el escándalo entre los fieles no lo causa el pecado —porque todos somos conscientes de nuestra fragilidad—, sino el encubrimiento, el mirar hacia otro lado, el proteger estructuras o nombres por encima del bien de las almas.

Quienes lo conocieron recuerdan su gesto siempre sereno, su hablar pausado y su sonrisa constante. Pero esa calma exterior contrastaba con una actitud interior marcada por la evasión, por la falta de implicación con los desafíos concretos de su diócesis. Decían que no oía bien. Lo sabían los sacerdotes, lo comentaban los fieles, lo aprovechaban algunos. Pero lo más grave no era la pérdida auditiva, sino la sordera interior: no escuchaba los gritos callados de una diócesis que se le deshacía entre los dedos. Se le acercaban los problemas y él los dejaba pasar como quien deja que el tren se marche desde el andén, sin intención de subir. En lugar de ser obispo de todos, tomaba partido por unos pocos: abrazó abiertamente al Camino Neocatecumenal, como si en ellos estuviera toda la solución, y relegó al resto de la diócesis a la periferia, a la indiferencia, a la sospecha. Era más fácil cobijarse en un grupo cerrado que asumir la amplitud, la diversidad y la complejidad pastoral del Pueblo de Dios.

Incluso eligió como vicario general a un sacerdote que repetía a todo el mundo que estaba destinado a ser obispo, que se veía ya con báculo en mano. Pero la realidad fue tozuda: nunca llegó a serlo. En las ternas enviadas a Roma, los informes no lo acompañaban. Decían que hablaba mucho, prometía más de lo que cumplía, y que le gustaban los puestos más que los encargos. Como su obispo, se había convencido de que bastaba con aparentar, y se olvidó de construir.

Y así pasó por la diócesis. Como quien se aloja en una casa que no es la suya, sin deshacer del todo la maleta, esperando que le llamen de vuelta cuanto antes. No dejó huella, pero sí cicatriz. Los planes pastorales no existieron, pero hubo muchas cancelaciones. Las vocaciones no aumentaron, pero el silencio sí. No habló con los que sufrían, pero saludaba con cortesía exquisita a los que no molestaban. No defendió a las víctimas, pero escuchó con atención a los aduladores.

No gobernó, pero ocupó el cargo. Y eso, para algunos, parece ser suficiente. Dejó vacías las aulas, pero llenó su currículum. Cerró lo que otros abrieron, pero con la paz de quien sabe que no será interpelado.

Y cuando se fue, nadie notó el vacío, porque el vacío ya lo había sembrado él. No hizo ruido al llegar, no hizo nada al estar, y no dejó nada al irse. Pero eso sí: todo con una sonrisa amable, una mitra bien colocada, y mucha, muchísima prudencia.

Porque en el fondo, no fue un mal obispo.

¡Simplemente, no fue!

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