La reciente reflexión de Xabier Pikaza en su blog sobre el acceso de las mujeres al ministerio ordenado, en particular al obispado, ha reavivado un debate que no es nuevo, pero sí urgente. Lo que sorprende en su escrito no es tanto la argumentación a favor del ministerio femenino —tema que merece una discusión honesta y abierta— sino las contradicciones que emergen cuando se compara su defensa del obispado de las mujeres con la visión de Iglesia que él mismo ha sostenido durante años.
Pikaza ha sido, y sigue siendo, una voz profunda dentro del pensamiento teológico contemporáneo. Su sensibilidad por lo marginal, su crítica lúcida a las instituciones que se han alejado del Evangelio, y su defensa de una eclesiología abierta, carismática y samaritana lo han distinguido con claridad. Por eso sorprende más que nunca que, en este punto, parezca caer en aquello que tanto ha criticado: la clericalización del seguimiento de Jesús.
Él mismo ha escrito —y lo cito textualmente—:
“Era un laico o seglar, un predicador espontáneo, sin estudios ni titulaciones especiales, al interior de las tradiciones de Israel (en una línea profética), pero fuera de las instituciones poderosas de su entorno (templo, posible rabinato). (…) No necesitó poderes, ni edificios propios, ni funcionarios a sueldo, sino que proclamó la llegada del Reino de Dios, sin instituciones especializadas.”
Es difícil reconciliar esta visión radicalmente carismática, profética y comunitaria de Jesús con la reivindicación de un ministerio femenino entendido en clave jerárquica. Porque lo que se está pidiendo, en última instancia, no es simplemente reconocimiento de dones, sino acceso a estructuras de poder eclesial, las mismas que Pikaza, con acierto, ha descrito como ajenas al Reino predicado por Jesús.
La historia eclesial muestra que los ministerios no surgieron como castas de poder, sino como servicios concretos al Pueblo de Dios, integrados en una comunidad donde todos eran sacerdotes en virtud del bautismo. El mismo Pikaza recuerda con claridad:
“En el comienzo de la iglesia están los Doce, las mujeres que seguían a Jesús, luego Santiago, su hermano, los apóstoles etc. Pero ellos no formaron un ‘cuerpo sacerdotal exclusivo’ sobre el resto de los creyentes, sino que se integran en la totalidad del ‘cuerpo’ sacerdotal de la Iglesia (…) Dentro de la iglesia sacerdotal hay pues muchos ministerios.”
Si esto es así, ¿por qué convertir el ministerio ordenado en un trofeo institucional? ¿Por qué no promover, con más audacia, ministerios reales al margen de la estructura clerical, más fieles al estilo de Jesús, como él mismo vivió y transmitió?
El argumento de que el obispado femenino sería un avance hacia la igualdad parece, en ese sentido, una trampa conceptual. Porque no se trata de “igualdad en el poder”, sino de superar una lógica de poder que es extraña al Evangelio. Jesús no eligió a sus discípulos para formar una élite sagrada. Les dijo, más bien: “No será así entre vosotros” (Mt 20, 26). ¿Queremos hoy recuperar eso o reproducir lo contrario?
Hay un texto de Pablo que también conviene recordar, especialmente frente a propuestas precipitadas de ordenación, que dice: “No impongas las manos a nadie con ligereza” (1 Tim 5, 22). No se trata aquí de desconfianza hacia las personas, sino de un criterio de prudencia y discernimiento espiritual. Convertir el deseo legítimo de reconocimiento en un acto de rebeldía contra la estructura, y a la vez de integración dentro de ella, es un juego eclesial peligroso, que en lugar de construir comunidad, la tensa y la fragmenta.
La actitud de estás mujeres, por más motivaciones que tenga, no ayuda al camino sinodal ni a la verdadera transformación eclesial. No se puede construir comunión desde la desobediencia activa ni desde el desafío público a los pastores de la Iglesia. En lugar de dar testimonio de libertad evangélica, su gesto ha sido percibido como una provocación. Y lo que es más grave: daña al mismo movimiento por la renovación eclesial, que necesita más comunión que protagonismo.
Por eso, querido Xabier, con respeto fraterno, pero con firmeza, te recordamos tus propias palabras, que siguen siendo luz para muchos:
“Estaba convencido de que sólo en el margen (fuera de las instituciones del sistema) podía plantarse la obra de Dios, la nueva humanidad, porque el Reino pertenece a los pobres. No apeló al dinero, ni a las armas, ni educó un plantel de funcionarios, sino que proclamó la llegada del Reino de Dios, sin instituciones especializadas.”
No perdamos esto de vista. El Reino no necesita títulos, ni grados, ni obisp@s “de inclusión”. Necesita testigos, servidores, amigos de los pobres. Y si ese lugar está en el margen, bendito sea. Porque allí comenzó Jesús.
Y como dice el Evangelio:
“¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el que discute en este mundo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?” (1 Cor 1, 20)
Y para concluir, cabe preguntarnos con sinceridad: ¿qué es lo que realmente buscan algunas mujeres en esta lucha? ¿Un genuino afán de servicio al Pueblo de Dios y a los más necesitados, siguiendo el ejemplo de Jesús en el margen, o acaso un salto a la fama y a las estructuras de poder que tanto se critican? Esta distinción no es menor, porque el carisma auténtico siempre va acompañado de humildad y entrega, nunca de protagonismo ni rebeldía por ambición personal.