El Corpus Christi sigue siendo una fiesta que desborda los límites del calendario litúrgico. No es solo memoria del sacramento, sino manifestación viva de una Iglesia que camina con el Pueblo de Dios, que se arrodilla ante el Misterio y que sale a las calles con el Pan de Vida. En este marco, la figura de don Benito Fernández Méndez brilla con una luz que no es suya, sino reflejo de aquel a quien sirve: Cristo Eucaristía.
El domingo pasado, durante la celebración del Corpus, Benito no solo expuso el Santísimo. Lo proclamó con su vida. Rodeado de niños que han sabido encontrar en él a un verdadero pastor, ofreció una catequesis viva y cercana sobre el maná del desierto. No como un mero recuerdo, sino como signo actual de ese alimento espiritual que nos sostiene, nos transforma y nos envía. Porque quien comulga no solo recibe a Cristo: se convierte en su cuerpo vivo en medio del mundo.
Benito habló del maná, sí, pero no como concepto abstracto. Lo hizo con la pasión del que cree, del que ora, del que ama. Dijo que ese maná es Dios mismo que nos habita. Que quien lo recibe debe vivir desde dentro, desde ese «nosotros» de la Iglesia que nace del altar y se prolonga en las aceras del barrio, en las familias, en los niños que corren tras la custodia como quien corre tras una promesa.
Y es que don Benito ha sabido hacer de la parroquia una escuela de vida cristiana. Algunos de los niños que hicieron la primera comunión no solo siguen asistiendo a misa: lo hacen con alegría, incluso en verano. Y eso no es casualidad. Es fruto de una siembra paciente, de una ternura sacerdotal que no se improvisa. Es el resultado de un corazón que huele a Evangelio y late al ritmo de Dios.
Romano Guardini decía que “la liturgia es la forma visible de lo invisible”. Pero para que esa forma llegue al corazón, necesita mediadores con alma, con carne, con nombre. Benito es uno de ellos. Su liturgia es acogida, palabra sencilla, gesto cariñoso, cercanía concreta. Es el cura que no solo enseña el catecismo, sino que comparte la vida. Que no se limita a administrar sacramentos, sino que acompaña, escucha, consuela. Un verdadero pastor con olor a oveja, como diría el papa Francisco.
En tiempos de cierta sequía vocacional y de crisis de identidad eclesial, figuras como la de Benito son un regalo. Porque no se ha rendido al funcionalismo ni al clericalismo. No se parapeta tras las estructuras ni se acomoda en la rutina. Sigue siendo un hombre apasionado, magnánimo, misericordioso. Un testigo de que el sacerdocio, cuando es vivido con entrega, brilla con humildad e intensidad.
Xabier Pikaza ha insistido en que la Eucaristía no puede quedar reducida a un rito piadoso: es una revolución de amor. Y Benito lo ha entendido perfectamente. Cada misa que celebra es un acto de entrega, cada homilía una invitación a vivir desde el corazón de Dios. No habla desde un púlpito elevado, sino desde la vida compartida. Sus palabras resuenan porque antes han sido vividas.
Es fácil identificarlo entre la gente. No por su sotana o su alzacuello, sino por su modo de mirar, de saludar, de estar. Es el cura al que los niños se acercan sin miedo, al que los mayores confían sus dolores, el que se detiene con paciencia a escuchar a quien no tiene a nadie. Un verdadero servidor, alguien que ha hecho de su vida un pan partido para todos.
La fiesta del Corpus que celebró con los niños fue un canto a la esperanza. Porque en esos pequeños, en su fe sencilla, en su amor por Jesús, se ve el futuro de la Iglesia. Y porque hay pastores como Benito que saben encender esa llama y cuidarla. Que no imponen, sino que invitan. Que no juzgan, sino que abrazan. Que no buscan seguidores, sino hermanos.
Hoy, más que nunca, necesitamos pastores así. Hombres de oración y acción, de doctrina y cercanía. Que huelan a Evangelio y sepan mancharse los zapatos de polvo parroquial. Benito Fernández Méndez es uno de ellos. Y su ministerio es una bendición para quienes lo rodean.
Ojalá su ejemplo inspire a muchos. Que haya más curas que se dejen consumir como vela encendida, que vivan con pasión el don recibido, que hagan de la parroquia una casa y una escuela de comunión. Porque solo desde ahí —desde ese maná que es Cristo y que pasa por manos humanas como las de Benito— podremos seguir anunciando al mundo que Dios está aquí, que camina con nosotros y que sigue haciéndose Pan.