El próximo 24 de junio de 2025, a las 16:00 horas, Galicia vivirá uno de esos acontecimientos teológicos que no entran en el calendario litúrgico, pero sí en los anales del catolicismo alternativo. En algún lugar aún no revelado —“perto de Compostela”, como si fuese una aparición mariana sin GPS— se celebrará la ordenación episcopal de Christina Moreira Vázquez, una mujer de convicciones férreas, verbo afilado y fe sin diócesis oficial.
El acto, organizado por la Asociación de Presbíteras Católicas Romanas (ARCWP) y la Comunidade Cristiá do Home Novo, se sitúa deliberadamente fuera de los márgenes del canon romano, pero dentro del marco espiritual de lo que llaman “igrexa de base circular e inclusiva”. Una expresión que sugiere menos púlpito y más círculo de palabra, menos dogma y más empanada compartida.
Christina, con una trayectoria que mezcla compromiso pastoral, activismo feminista y una notable habilidad para hablar de Dios sin pedir permiso, será consagrada como bispa (nótese: en gallego y en femenino, con toda la carga simbólica que ello implica) por tres figuras tan atípicas como resueltas: Bridget Mary Meehan, Gisela Forster y Christine Mayr-Lumetzberger. Mujeres que, sin sede episcopal reconocida ni báculo oficial, ejercen una forma de sucesión apostólica tejida a contracorriente, más cercana al Evangelio compartido que al protocolo pontificio.
Me imagino que no faltará en el acto una merenda comunitaria, porque incluso los gestos de ruptura necesitan calorías. La liturgia vendrá seguida de tortillas sin culpa, empanadas sin dogma, y probablemente vino sin transubstanciación, pero con denominación de origen.
Para asistir, se exige apuntarse por teléfono o correo electrónico —todo muy sinodal, pero con lista de admisión— tras lo cual se comunicará el punto exacto de la celebración. Una especie de liturgia itinerante, a mitad de camino entre las catacumbas y el centro social autogestionado. El acceso no será por fe, sino por confirmación de plaza.
Junto a Christina, aunque sin alzacuellos pero con presencia discreta y densa como el incienso de la historia, estará Victorino Pérez Prieto, su esposo, antiguo sacerdote, filósofo y teólogo sin sotana pero con columna. Un hombre que representa una figura inédita en los registros eclesiales: el primer “marido de una obispa” de la península, que se sepa. Un rol nuevo, entre la coautoría pastoral y el apoyo doctrinal, sin nombre en latín pero con mucho que decir.
Victorino, autor de libros, exponente del diálogo interreligioso y testigo crítico del catolicismo institucional, encarna ese perfil gallego tan propio del “cura sin parroquia pero con ideas”. Juntos forman una especie de tándem teológico en zapatillas, más cercano a Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz que al clero de protocolo. Una pareja cuya espiritualidad conyugal desborda las categorías de Roma y también las de San Caetano.
La ceremonia del día 24 será, para el Vaticano, inexistente. Y sin embargo, plenamente real para quienes ven en este tipo de celebraciones una forma legítima de devolver a las mujeres su lugar en la historia cristiana. Lo que allí ocurra no figurará en los anuarios pontificios, pero sí en los márgenes del Evangelio que nunca se reescribieron, solo se silenciaron.
La sucesión apostólica alternativa, transmitida por mujeres que fueron excomulgadas por el acto mismo de ser fieles a su conciencia, no busca confrontar al Papa, sino demostrar que la herencia de los apóstoles no fue una exclusiva de varones célibes, sino un patrimonio compartido y plural que se mantuvo vivo incluso en los sótanos de la historia.
La ceremonia, lejos de ser una performance o un acto de provocación, se presenta como un gesto radicalmente religioso, que reivindica la espiritualidad sin jerarquía. No habrá mitra ni anillo episcopal bordado en oro; tal vez sí un pañuelo con bordados de algún taller feminista de Lugo y una estola tejida por manos laicas.
Todo indica que se escucharán lecturas no oficiales —quizás algo de Dorothy Day, tal vez un salmo reescrito en lenguaje inclusivo—, y que los himnos serán entonados con el fervor de quien ha esperado demasiado tiempo para decir “sí, aquí estoy”. Porque si la Iglesia no las ordena, ellas se ordenan entre ellas, sin pedir permiso y con absoluta naturalidad.
Al terminar, no se activará ninguna alarma en Roma. No habrá condena explícita desde la Curia. La reacción será la de siempre: el silencio cómodo de quien prefiere ignorar lo que no sabe desmentir. Y sin embargo, para quienes participen, será una experiencia de fe, de ruptura y de reparación. Una suerte de Pentecostés laico con acento gallego y sin más pretensión que servir a comunidades abiertas donde todas las personas sean bienvenidas.
En esa Compostela invisible —la que no sale en las guías ni en las homilías dominicales—, una obispa tomará la palabra, ungida por mujeres que también dijeron “sí” cuando todo decía “no”.
Y aunque nadie lo diga en voz alta, hay quienes ya susurran la posibilidad de que Christina, como legítima bispa de la periferia, imponga pronto las manos sobre su Victorino y lo nombre obispo consorte con sede en la biblioteca de casa, autoridad sobre los apuntes del Concilio Vaticano II y mitra de lana gorda para el invierno compostelano.
Todo un giro inesperado para quien, en tiempos no tan lejanos, se refería a estas aventuras como “a merda en bote”. Pero ya se sabe: los caminos del Señor son inescrutables… y los de la ironía, todavía más.