Durante siglos, muchas personas han vivido su fe bajo el peso de una imagen de Dios marcada por el miedo. Un Dios que observa desde lo alto, que castiga sin piedad, que exige cumplimiento estricto de leyes sin preocuparse por el corazón humano. Ese Dios ha estado presente en muchas predicaciones, catequesis y discursos religiosos, y ha dejado una huella profunda: miedo, culpa, rigidez, distancia. Es el Dios que aprendimos a temer. Pero no es el Dios que nos reveló Jesús.
La diferencia entre el Dios que aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento y el Dios que encarna Jesús de Nazaret no es una diferencia superficial. No se trata de matices ni de meras evoluciones culturales. Se trata de una transformación radical en la manera en que Dios se relaciona con la humanidad. En el Antiguo Testamento, Dios aparece en muchos pasajes como un ser que interviene con fuerza, que impone leyes estrictas, que castiga a los pueblos, que exige sacrificios y que, a menudo, parece más preocupado por la obediencia que por la compasión. Hay ternura también, sí, especialmente en los profetas y en los salmos, pero predomina una lógica de pacto condicionado: si cumples, eres bendecido; si fallas, eres maldito. Esta visión ha generado una religiosidad del deber, del temor reverencial, del mérito.
Jesús rompe esa lógica. Con su vida, su palabra, sus gestos, revela a un Dios que no actúa desde el castigo, sino desde el amor. A través de Jesús, Dios ya no se manifiesta como una figura externa y dominante, sino como un Padre cercano, que no vigila desde arriba sino que camina junto a nosotros, que no se escandaliza de nuestras miserias sino que las toma en sus manos para sanarlas. Jesús no anuncia un código de conducta, sino una buena noticia: que Dios no está esperando a que seamos perfectos para amarnos, sino que nos ama precisamente en nuestra imperfección.
Por eso, Jesús no trae un mensaje de juicio, sino de liberación. No vino a establecer un nuevo sistema religioso, sino a desinstalar el miedo como motor de la fe. No vino a fundar una iglesia de normas, sino una comunidad de hermanos. Dijo claramente: “Venid a mí los que están cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo… porque mi yugo es suave y mi carga ligera.” Aquí hay una revolución espiritual: el Dios que conocíamos no aliviaba, imponía. El Dios que conocíamos no quitaba cargas, las aumentaba. Pero Jesús nos invita a una relación nueva: una confianza sencilla, íntima, sin máscaras, sin miedo.
Aun así, no es raro que muchos creyentes todavía arrastren imágenes antiguas. Incluso dentro de la Iglesia, aún se escuchan discursos donde Dios aparece como el gran juez que lleva la cuenta de nuestros pecados. Se amenaza con el infierno, se recuerda la ira divina, se insiste en un Dios que exige penitencia más que reconciliación. Pero Jesús nunca usó el miedo como método. Él no gritó desde el templo, sino que se sentó con pecadores. No pidió sacrificios, sino misericordia. No predicó fuego y castigo, sino compasión y consuelo. En la cruz no pidió venganza, sino perdón. ¿Puede haber revelación más clara?
Por eso, es urgente desaprender al Dios del castigo y aprender al Dios de Jesús. Este Dios no maldice, no condena, no se complace en la tristeza humana. Este Dios levanta, restaura, besa las heridas, busca al que se ha perdido. Este Dios no nos exige perfección, sino honestidad. Quiere encontrarse con nosotros allí donde realmente estamos, no donde fingimos estar. Y, sobre todo, nos ofrece la posibilidad de perdonarnos a nosotros mismos, porque Él ya nos ha perdonado.
Perdonarse a uno mismo no es un acto de autosuficiencia, sino un acto de fe. Significa decir: “Si Dios ya me ha perdonado, ¿por qué sigo condenándome yo?” Muchos viven atrapados por errores pasados, por culpas no resueltas, por voces que repiten que no valen lo suficiente. Pero el Dios de Jesús no susurra reproches, sino promesas. No te recuerda tu caída, sino tu dignidad. Jesús no vino a señalarte el pecado, sino a levantarte con ternura.
Aceptar a este Dios exige coraje. Es más fácil obedecer normas que abrir el corazón. Es más cómodo cumplir con rituales que dejarse mirar por un Dios que ama sin condiciones. Pero si te atreves, si haces silencio y escuchas, descubrirás una presencia que no juzga, sino que consuela. Una voz que no exige, sino que acaricia. Una mirada que no te reduce a tus errores, sino que te devuelve tu verdad más profunda: eres amado, y siempre lo has sido.
Ese es el Dios que Jesús vino a mostrarnos. Un Dios que no necesita templos dorados ni sacrificios solemnes, sino personas dispuestas a creer que el amor es más fuerte que el miedo. Un Dios que no vigila desde lejos, sino que entra en nuestras heridas y nos susurra: “No temas. Estoy contigo. Descansa.” Y cuando por fin dejamos de huir, cuando dejamos que ese Dios nos abrace sin condiciones, entonces ocurre lo que parecía imposible: nuestra alma encuentra descanso, y comprendemos que perdonarse a uno mismo es simplemente aceptar que ya hemos sido perdonados desde siempre.
En este camino de liberación, Xabier Pikaza nos ayuda a comprender que “el Dios de Jesús no viene a reprimir la vida, sino a despertarla; no viene a imponerse desde fuera, sino a liberarnos desde dentro.” Con Jesús, Dios no impone salvación por miedo, sino que ofrece una presencia que transforma desde la misericordia. Ya no se trata de cumplir una ley que pesa, sino de acoger una vida que late en nosotros como gracia.
Y como dijo Romano Guardini, en su delicado y profundo pensamiento espiritual,
“Dios no es lo opuesto al ser humano, sino su profundidad última.”
No es un juez que observa desde el exterior, sino una presencia que habita en lo más íntimo, que nos conoce y nos ama más allá de nuestras fallas, que nos llama a vivir no desde el temor, sino desde la verdad que libera.
Es ahí, en esa profundidad, donde empieza el verdadero descanso. Porque cuando dejamos de huir del Dios que imaginábamos y nos dejamos encontrar por el Dios que Jesús nos reveló, entonces comienza la verdadera sanación. Entonces ya no necesitamos cargar yugos pesados, porque hemos descubierto que el yugo de su amor es la forma más plena de ser libres.