Por Pío Nono López-Rivas
Pocas cosas desaparecen tan completamente como aquello que la Iglesia decide no volver a mencionar. No se necesita fuego ni anatema; basta con el olvido. Así ocurrió con el Palmar de Troya, aquel delirio andaluz con pontífices de provincias, vírgenes hiperactivas y liturgias que parecían sacadas de una zarzuela barroca. Durante un tiempo fue anatema oficial, motivo de notas doctrinales y suspiros episcopales. Y de pronto, nada. Se esfumó. Ni una línea más. Como si el mejor exorcismo fuera el silencio. Y en parte lo es. Lo ridículo, cuando se calla, se vuelve decorado.
Con esa táctica milenaria, Roma selló un fenómeno incómodo sin necesidad de pronunciar más condenas. El Palmar sigue allí, con su basílica cercada, sus fieles rigurosos, su papa en funciones y su sastrería litúrgica intacta. Pero en los despachos eclesiásticos es como si nunca hubiera existido. No es herejía, es decorado. Como un fresco enmohecido en un convento que ya nadie visita.
Curiosamente, algo similar empieza a ocurrir en otras latitudes, aunque el estilo cambie del esperpento al susurro. En Galicia, este 24 de junio, se celebrará la consagración episcopal de Christina Moreira. Sin banda de música, sin tiara, sin escándalo. Una mujer, ordenada sacerdote hace años por la Asociación de Presbíteras Católicas Romanas, será ahora obispa —o bispa, como gusta decirse en estos entornos donde la teología se mezcla con las lenguas propias y la cocina de mercado. No hay basílica, pero hay casa. No hay cruz patriarcal, pero sí convicción. No hay espectáculo, pero sí gesto. Y el gesto pesa.
Christina —de verbo claro, feminista gallega y mirada de teóloga de bar parroquial— será consagrada por tres obispas internacionales: Bridget Mary Meehan, Gisela Forster y Christine Mayr-Lumetzberger. Todas ellas mujeres de cierta veteranía sacramental, portadoras de una sucesión apostólica que —aunque discutida por Roma— se defiende con argumentos, documentos y una inquebrantable paciencia ante la invisibilidad. Ninguna de ellas lleva espada. Ni cetro. Lo más violento que han empuñado ha sido una homilía con adjetivos. Pero ahí están, con sus manos dispuestas para la imposición. En tiempos antiguos, esto habría provocado notas furibundas desde algún dicasterio. Hoy, apenas un suspiro entre archivistas. El truco ya se conoce: no se combate, se ignora.
Christina, además, no viene sola. Comparte vida, ideas y café con Victorino Pérez Prieto, teólogo, excura, filósofo de los días nublados y autor de unas cuantas tesis sobre la Iglesia que parecen haber caído en el olvido de los despachos vaticanos. Fue él quien, en tiempos más jóvenes y menos domésticos, se refería a todo este mundo con una expresión gallega inolvidable: “a merda en bote”. Y sin embargo, ahí lo tienen, viviendo con una obispa en potencia, revisando las lecturas de la misa entre el lavavajillas y la teología de base. Nunca digan nunca. Ni siquiera con cirios.
El contraste con el Palmar es evidente y, a la vez, sospechosamente parecido. Allí el delirio revestía lo antiguo de oro rancio; aquí lo marginal se reviste de sencillez doméstica. Pero ambos comparten algo: han sido empujados al margen, cada uno por razones distintas, y desde ese margen construyen su propia liturgia, su propio relato y su propia forma de autoridad. La diferencia es que mientras el Palmar gritaba, Christina susurra. El primero caricaturizaba el poder; ella lo desarma. Y sin embargo, el tratamiento oficial es idéntico: mutismo. Ya no se responde ni a los gritos ni a las preguntas discretas.
Quizás porque responder implicaría entrar en un debate donde la lógica pesa más que la tradición. Christina no se inventa dogmas ni canoniza a Franco. No excomulga ni viste de armiño. Simplemente insiste en que el Evangelio no lleva marca de género. Que el sacerdocio no es una propiedad privada con cláusula de varón. Que la Iglesia puede ser otra cosa sin dejar de ser Iglesia. Y eso, aunque no lo parezca, incomoda más que todas las tiaras del Palmar juntas.
De momento, Roma calla. No hay comunicados, ni condenas, ni siquiera aclaraciones de trámite. Solo ese silencio administrativo que no legitima pero tampoco impide. Es el mismo silencio que deja que el polvo cubra el Palmar, y ahora cubre también estas consagraciones femeninas que, sin aspavientos, siguen ocurriendo en pisos, jardines y comunidades pequeñas. Y ocurre que ese silencio, antes eficaz, hoy empieza a parecer hueco.
Porque mientras la Iglesia decide no hablar de estas cosas, las cosas siguen sucediendo. Y lo que se ignora por prudencia, termina instalándose por costumbre. Ya no es rebelión, es rutina. Y mientras tanto, obispas autoproclamadas se suceden, se imponen las manos unas a otras como si la Historia se escribiera con PowerPoint y el Espíritu soplara por listas de correo.
Y lo verdaderamente inquietante: nada impide que un día Christina imponga las manos sobre Victorino. El que decía “a merda en bote”, recibiendo la bendición episcopal de quien se la tomó al pie de la letra. ¿A dónde llegamos? Quizá no al Apocalipsis, pero sí a la versión doméstica de un sínodo con croquetas. Y, como el Palmar, cuando queramos acordarnos, ya será demasiado tarde para el desmentido.