En la Iglesia, donde se predica el amor fraterno, el perdón, la misericordia y el acompañamiento pastoral, hay una práctica muy extendida, aunque cuidadosamente disfrazada de “discernimiento canónico”: el maltrato silencioso, metódico y piadosamente justificado de los sacerdotes por parte de sus obispos. En muchos casos, se trata de una violencia sutil pero devastadora, ejercida desde las alturas con guantes blancos y sonrisas episcopales, pero con consecuencias profundamente destructivas.
Especial mención merecen aquellos obispos que proceden de órdenes religiosas, supuestamente entrenados en la vida comunitaria, en la obediencia compartida y en la escucha del Espíritu. Qué curioso que, una vez revestidos con la mitra y el báculo, parezca que se olvidan de todo eso. El carisma desaparece, la humildad se esfuma y lo único que permanece es la autoridad… bien entendida como herramienta de control.
Estos obispos, formados en la liturgia del silencio conventual, llegan a la diócesis como quien aterriza en una colonia africana del siglo XIX: no entienden la lengua, no conocen la cultura, pero tienen órdenes que cumplir y estructuras que imponer. Se rodean de fieles cortesanos, elaboran decretos con un lenguaje edulcorado y misericordioso, y despliegan toda su capacidad de “acompañamiento” con una frase lapidaria: “tras un profundo discernimiento pastoral, se ha considerado oportuno prescindir de sus servicios”.
Así se “acompaña” hoy a muchos curas: con traslados forzosos, cartas sin firma, llamadas frías, jubilaciones prematuras o simplemente con el más absoluto silencio administrativo.
El caso de Rafael Palomino es ya paradigmático. Sacerdote comprometido, con trayectoria pastoral sólida, pensamiento propio y sensibilidad crítica, se convirtió en incómodo por hacer lo que debería ser normal: pensar en voz alta, cuestionar lo obvio, expresar en conciencia lo que muchos callan por miedo. ¿La respuesta de su obispo? No fue diálogo, sino apartamiento fulminante. Eso sí, con tono misericordioso, forma impecable y piedad institucional. Ni una mancha, ni un ruido, ni una palabra de más. Solo una conclusión clara: mejor fuera que dentro.
Pero la ironía se dispara con el episodio del “cura Lito”, Manuel García Velasco, a quien su arzobispo, Jesús Sanz Montes, le envió un WhatsApp en plena enfermedad para transmitirle su “ánimo fraterno”. Y sí, fue fraterno: porque el mismo mensaje incluía, entre líneas, la invitación a jubilarse, abandonar su casa y retirarse del ministerio. ¡Qué detalle! No se puede negar que la pastoral digital está en auge. A falta de conversación cara a cara, basta un mensaje de móvil para “acompañar” a un sacerdote en su paso a la irrelevancia eclesial. Todo con cariño, claro está. Porque en esta Iglesia, el abandono también se gestiona con emojis.
Todo esto, por supuesto, se hace invocando el nombre de Cristo, la comunión eclesial y la “atención integral al presbítero”. Qué sarcasmo tan fino: la atención consiste en dejarlo sin parroquia, sin comunidad, sin espacio, y con suerte, con una pensión modesta. Pero eso sí: sin perder jamás el tono paternalista que lo envuelve todo. Porque en la Iglesia, hasta el desprecio viene envuelto en celofán litúrgico.
Los curas que piensan, que hablan, que cuestionan, que tienen sensibilidad social o teológica, son vistos como “conflictivos”. En cambio, los obedientes sin criterio, los sumisos sin alma, los que repiten el argumentario oficial con voz monocorde, esos sí son “pastores ejemplares”. No hace falta tener vocación, basta con tener obediencia y, si es posible, un poco de miedo.
El problema no es anecdótico, es estructural. No es que haya un obispo despistado o autoritario: es que hay un sistema que protege al poder y desampara a las personas. Las diócesis se convierten en pequeños feudos donde el obispo actúa como señor medieval, rodeado de una corte de vicarios, delegados y secretarios que blindan su figura e impiden cualquier crítica. Y si algún sacerdote, ingenuamente, espera diálogo, solo encontrará ventanillas cerradas, frases de manual y decisiones ya tomadas.
Mientras tanto, los fieles observan con desconcierto el espectáculo. Se preguntan por qué desaparecen curas que admiraban, por qué se cierran parroquias vivas, por qué se silencian voces que daban esperanza. Y la respuesta nunca llega, porque en esta Iglesia se habla mucho de sinodalidad, pero se practica poco. Se predica la escucha, pero se ejecuta el silencio. Se proclama la fraternidad, pero se aplica el castigo.
La Iglesia que castiga a sus propios curas con guante blanco está cavando su propia tumba. No por persecución externa, ni por secularización, ni por conspiraciones ideológicas. Sino porque ha convertido el báculo, símbolo de guía y cuidado, en un látigo sofisticado con el que marcar territorio y aplastar al que disiente.
Y como colofón teológico-pastoral, conviene recordar que el báculo episcopal, símbolo del pastor que guía, fue diseñado para proteger a las ovejas, no para golpearlas. Pero en ciertos despachos, se ha reinterpretado su función: no es ya herramienta de pastoreo, sino vara de corrección institucional. Si alguna oveja se extravía, no se la busca: se la sanciona. Si habla, se la silencia. Si enferma, se le agradece por WhatsApp. Y si muere, se le dedica una nota breve en la web diocesana. ¡Qué hermoso ministerio el de golpear en nombre del Buen Pastor! Ironías del Espíritu.