Hay muertes que no caben en un titular. Hay pérdidas que desgarran algo más que una biografía: tocan el alma de una ciudad, de una comunidad, de tantas vidas que un solo hombre supo abrazar con su vocación y su bondad. La partida repentina del doctor José Pedrouzo Bardelas ha dejado un hueco profundo en Ferrol, en Galicia, y en todos los corazones que alguna vez encontraron en él algo más que a un médico: encontraron consuelo, encontraron fe, encontraron a un hombre bueno.
Desde una mirada creyente, su muerte no es el final. No lo es nunca para quienes creemos que la vida es un camino hacia la eternidad, y la muerte una puerta abierta hacia los brazos del Padre. José, que tanto alivió el dolor en esta tierra, que tanto cuidó con ternura los cuerpos heridos y las almas frágiles, ha sido llamado a descansar en la paz que no se acaba, donde ya no hay enfermedad ni miedo, sino luz sin ocaso.
Nos duele, sí. Cómo no dolernos. Pero también agradecemos. Agradecemos su vida fecunda, sus años de servicio sin estridencias, su entrega humilde y silenciosa, su fe traducida en obras. Porque aunque nunca hizo gala pública de una religiosidad ostentosa, su vida entera fue un testimonio de Evangelio vivido: acoger, sanar, servir, acompañar.
«He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim 4,7).
Estas palabras de San Pablo hoy resuenan con sentido profundo en la memoria del Dr. Pedrouzo. Fue fiel hasta el final. Incluso en el momento de su muerte, tuvo el gesto último de apartar su vehículo, evitando cualquier daño a otros. Un último acto de entrega. Un último acto de amor.
Pedimos a Dios por el descanso eterno de su alma, y por la paz de su familia, sus seres queridos y todos los que hoy lloran su ausencia. En especial a su familia más íntima, nuestro pésame más profundo y orante, desde una comunidad que los acompaña con cariño sincero y plegarias confiadas. Que el Señor, que es consuelo de los afligidos y refugio de los que esperan, los abrace con ternura y les regale la certeza de que José no se ha ido, solo ha partido antes.
Quienes tuvimos la gracia de conocerlo sabemos que no vivía por títulos ni por reconocimientos. Su mayor alegría era poder hacer el bien. Por eso, su vida, que ya era semilla, hoy se vuelve fruto. Miles de recuerdos permanecerán vivos en quienes lo trataron, en sus pacientes, en sus compañeros, en sus alumnos, en quienes compartieron con él una oración, una conversación, una risa o una lágrima.
Este sábado se le iba a entregar la Medalla de Oro y Brillantes del Colegio Oficial de Médicos. Ya no la recogerá con sus manos, pero sí con su alma: no en un teatro, sino en el cielo, ante ese tribunal de la misericordia donde no valen los méritos humanos, sino el amor que supimos dar. Y él dio mucho. Muchísimo. De corazón a corazón.
Hoy, los cristianos decimos con fe: la muerte no tiene la última palabra. Jesús ha resucitado, y con Él, todos los que en Él han creído. Por eso podemos mirar el cielo sin miedo y decir:
“Señor, te lo entregamos. Recíbelo como servidor bueno y fiel. Concédele el descanso eterno y haz brillar para él la luz perpetua”.
Doctor Pedrouzo, gracias por tu vida, por tu testimonio, por tu humanidad.
Gracias por habernos recordado, con cada gesto tuyo, que la medicina no es solo ciencia, sino vocación de amor.
Gracias por ser bálsamo en la enfermedad, luz en la oscuridad, y cercanía en los momentos de mayor vulnerabilidad.
Descansa en la paz del Señor, José.
Tu misión está cumplida, tu siembra ya florece, tu alma vuela libre.
Y desde donde estés —en esa Casa que no tiene fin—, no dejes de interceder por los que aún caminamos entre la niebla, buscando esa misma luz que tú ya has encontrado.
José Carlos Enríquez Díaz