“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados…” (Mateo 23, 27). Con estas palabras, Jesús no apuntaba a los ateos, ni a los que vivían al margen de la ley religiosa, sino a los líderes religiosos de su tiempo. A quienes habían convertido la fe en un sistema de normas sin alma, en una estructura de poder excluyente. En esa misma línea profética se situó Jacques Gaillot, obispo de Évreux hasta que el Vaticano lo defenestró en 1995. Su delito: vivir el Evangelio con coherencia.
La muerte del papa Francisco —un pontífice que, con todas sus limitaciones, abrió caminos de reforma, ternura y descentralización— ha dejado a la Iglesia en una encrucijada. Y en este momento, los sectores ultraconservadores avanzan con toda su artillería para borrar los avances de una década y restaurar la teología del miedo, el moralismo y la exclusión. Pretenden instalar un catolicismo endurecido, retrógrado, obsesionado con el control del cuerpo y del alma.
Es aquí donde la figura de Jacques Gaillot resurge con más fuerza y vigencia que nunca.
Desde su defensa del uso del preservativo para prevenir el sida —frente a la condena cerrada de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI— hasta su propuesta de permitir el acceso a la Eucaristía de los divorciados vueltos a casar, Gaillot vivió en disidencia consciente con una Iglesia que había perdido el rostro de Jesús. Juan Pablo II llegó a decir que el uso del preservativo era una «blasfemia contra Dios». Ratzinger, desde la Congregación para la Doctrina de la Fe, impuso una doctrina que identificaba moralidad con obediencia, amor con ley, y comunión con castigo. Gaillot se opuso a ese delirio normativo con la simple y poderosa lógica del Evangelio.
“No se puede hablar de amor y prohibir dar vida”, decía Gaillot. Y lo decía enfrentando a toda una maquinaria eclesial que, para mantener una supuesta pureza doctrinal, dejó morir a miles de personas en África por no permitir el uso de preservativos. Benedicto XVI, en su primer viaje a ese continente, sostuvo que el condón “agrava el problema del sida”. Afirmaciones irresponsables, crueles, que hoy aún se defienden desde las filas integristas que buscan tomar el control del Vaticano tras la muerte de Francisco.
Gaillot también fue una voz pionera al reclamar la readmisión de sacerdotes casados al ministerio. “No entiendo que los rechacen mientras se rehabilita a los ultraconservadores con honores”, decía. Para él, la experiencia espiritual y humana de esos hombres era un don, no un error. Pero en la lógica autoritaria del Vaticano, el celibato obligatorio se había convertido en una identidad más poderosa que el servicio evangélico.
En esa misma clave profética, defendió la ordenación de hombres casados, la participación activa de las mujeres en la vida eclesial y la comunión como un derecho, no como un premio. Se enfrentó al clericalismo, ese cáncer que el papa Francisco también denunció hasta el final de su vida, pero que ahora vuelve con fuerza, impulsado por sectores que visten sotana y cargan incienso, pero no conocen la compasión.
En su obra El precio de la gracia, el pastor protestante Dietrich Bonhoeffer advirtió contra una fe domesticada por el poder. Para él, la verdadera fe exige riesgo, ruptura, entrega: “Cristo no fue el fundador de una religión, sino el fin de toda religión”. Gaillot lo entendía igual. Su cristianismo no necesitaba permisos, sino coherencia. Y por eso incomodaba tanto.
Tras su destitución, se le dio una diócesis virtual: Partenia. El Vaticano pensó que lo neutralizaba, pero lo catapultó como símbolo de una Iglesia alternativa, comprometida, humana. Desde allí, siguió defendiendo a los pobres, a los migrantes, a los olvidados por la Iglesia oficial. Mientras otros pontificaban sobre la “liturgia ad orientem” o la comunión en la boca, él preguntaba si Jesús se arrodillaría hoy ante una mujer abandonada o un joven seropositivo.
La muerte del papa Francisco ha dejado al descubierto las garras de quienes siempre quisieron silenciar su pontificado. Hoy, esos sectores buscan domesticar al nuevo pontífice, imponerle el catecismo del miedo y revivir la Iglesia que Jesús denunció como “nido de víboras”. Gaillot estaría hoy, como ayer, del lado de los que resisten. Con los cristianos de a pie que creen en una Iglesia de puertas abiertas, no de murallas dogmáticas.
Los nuevos inquisidores se visten de ortodoxia, pero lo que los mueve es el poder. No la fe, sino el dominio. No el Evangelio, sino el control. No quieren una Iglesia samaritana, sino una fortaleza medieval. No buscan conversión, sino uniformidad. Pero olvidan que Jesús no fue asesinado por los romanos, sino por los religiosos de su tiempo. Por eso, como Gaillot, muchos hoy vuelven a leer el Evangelio no como consuelo, sino como llamada a la insurrección espiritual.
Jacques Gaillot fue destituido, silenciado, arrinconado. Pero nunca fue vencido. Porque el Evangelio, cuando se vive de verdad, es irreductible a los decretos. Y porque los sepulcros blanqueados siguen cayendo cuando se grita la verdad.
“El cristiano no debe simplemente esperar con las manos cruzadas la hora de Dios, sino que debe luchar por ella con medios humanos”, escribió Dietrich Bonhoeffer antes de ser ejecutado por oponerse al nazismo. También dijo: “El silencio ante el mal es en sí mismo una forma de mal. No hablar es hablar. No actuar es actuar”.
Ese fue el camino de Gaillot. No fue perfecto, pero fue fiel. Eligió el riesgo del Evangelio frente al refugio del dogma. Y eso es lo que hoy más necesitamos: testigos que incomoden, no funcionarios que obedezcan.
Porque lo que está en juego no es una liturgia, ni una moral, ni una tradición eclesiástica. Lo que está en juego es el rostro de Dios que la Iglesia anuncia. Si ese rostro no es compasivo, si no sana, si no acoge, si no transforma vidas, no es el de Jesús. Una Iglesia que impone sin escuchar, que excomulga sin abrazar, que prohíbe sin entender, se convierte en ídolo religioso, no en sacramento del Reino.
Hoy, más que nunca, necesitamos comunidades que escuchen, ministros que sirvan y una jerarquía que sepa bajar al polvo del camino. Solo así la Iglesia dejará de ser poder que domina para volver a ser mesa que reúne, pan que se parte y palabra que libera.
Seria una gran pena perder las catequesis del Papa Francisco, y un gran retroceso,para la Iglesia,si así fuera la gente se volvería a ir, y las iglesias evangelicas se estarán llenando!!