Con los ojos fijos en Cristo: ni ideologías ni poder, solo fidelidad al Evangelio

Con los ojos fijos en Cristo: ni ideologías ni poder, solo fidelidad al Evangelio

En un reciente artículo publicado por Religión Digital, se señalaba que el Papa León XIV es un gran admirador de Pedro Casaldáliga, Leónidas Proaño y San Óscar Romero. Y no es para menos: estos pastores proféticos vivieron con valentía su compromiso con los pobres y con la justicia del Reino. También yo los admiro profundamente. Fueron pastores con olor a oveja, testigos fieles del Evangelio.

Pero no podemos olvidar que la meta y en quien tenemos que poner los ojos es en Cristo. Ningún testigo, por luminoso que sea, puede ocupar el lugar del Maestro. Cristo es el centro, el único fundamento de nuestra fe. Toda causa, todo compromiso, toda reforma en la Iglesia, debe estar sometida a su señorío.

El mártir y teólogo Dietrich Bonhoeffer lo expresó con claridad: “Solo el que cree, obedece. Solo el que obedece, cree”. Su fe lo llevó al martirio, y también a una lucidez profética. Bonhoeffer nos alertó contra la “gracia barata”, esa religión cómoda que se adapta a los poderes del mundo. La Iglesia, y especialmente su cabeza visible, no puede dejarse arrastrar por intereses ideológicos, ni de derecha ni de izquierda. Ni unos ni otros deben condicionar la fidelidad al Evangelio.

Romano Guardini, otro gran pensador cristiano del siglo XX, escribió: “El cristiano no puede ser conservador ni revolucionario, sino fiel”. Esa fidelidad es lo que da a la Iglesia su autoridad moral, su libertad espiritual. Si la Iglesia pierde esa fidelidad, pierde su alma.

Sí, es justo admirar a figuras como Romero, Casaldáliga y Proaño. Ellos vivieron el Evangelio hasta sus últimas consecuencias, junto a los pobres y perseguidos. Pero también es justo decir que su grandeza viene de haber mantenido sus ojos en Cristo, no en ideologías ni intereses humanos. Su lucha fue evangélica, no partidista. No fueron activistas políticos, sino discípulos del Crucificado.

El Papa León XIV, como sucesor de Pedro, tiene hoy la enorme responsabilidad de mantener a la Iglesia centrada en Jesucristo, en un mundo que busca constantemente dividirnos en bandos. Su papel no es complacer a facciones, sino confirmar a sus hermanos en la fe (cf. Lc 22,32). Eso exige discernimiento, oración profunda y valentía espiritual.

Hoy más que nunca, la Iglesia necesita volver al centro, volver al Señor. La tentación de absolutizar causas, incluso nobles, está presente. Pero como enseñó San Pablo: “nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto: Jesucristo” (1 Cor 3,11).

Corremos el riesgo de que nos manipulen, de que la fe sea instrumentalizada por grupos de poder, por corrientes ideológicas, por intereses ajenos al Evangelio. Eso no es nuevo, pero hoy se presenta con una sutileza peligrosa: en nombre de la justicia, podemos perder la verdad; en nombre del compromiso, podemos diluir la fe.

La Iglesia no puede permitirlo. El Papa no puede permitirlo. La opción por los pobres es evangélica, pero ha de ser siempre cristocéntrica. No es una ideología, sino una consecuencia de mirar el mundo con los ojos de Cristo. El Papa no debe tomar decisiones por presión política, sino por fidelidad a Jesús. Siempre poniéndose en su lugar, como pastor, como servidor, como discípulo.

Cristo no pertenece a ningún partido. No puede ser usado como bandera por intereses humanos. Él es el Señor. Y a Él, y solo a Él, debemos seguir, anunciar y obedecer. Todo lo demás es relativo.

Volvamos a la oración. Volvamos a la Palabra. Volvamos a la Eucaristía. Solo así podremos discernir con claridad y caminar con firmeza. Y recemos por el Papa León XIV, para que, en medio de las tensiones de este mundo, mantenga firme la mirada en Cristo, como Pedro cuando caminó sobre las aguas.

En definitiva, como Iglesia, no podemos desviar los ojos de Aquel que nos dio la fe. Podemos y debemos reconocer a los santos, a los mártires, a los profetas. Pero solo uno es el Salvador. Solo uno es el camino, la verdad y la vida.

Jesucristo es el corazón del Evangelio, y solo en Él está nuestra esperanza.

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