El veneno en el alma: cuando el pecado fue abuso y la Iglesia se convirtió en verdugo

El veneno en el alma: cuando el pecado fue abuso y la Iglesia se convirtió en verdugo

Por décadas, las almas más vulnerables han sido intoxicadas desde los púlpitos por quienes prometieron guiar hacia la luz, pero terminaron arrojando sombras sobre la conciencia colectiva. El abuso —físico, psicológico, espiritual— de muchos clérigos no solo hirió cuerpos: arrasó la confianza, secuestró la fe y deformó la noción misma de pecado. El caso reciente del obispo emérito de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Plá, vuelve a poner sobre la mesa una herida que la Iglesia institucional insiste en ocultar bajo sotanas y solemnidades.

El Ministerio de Derechos Sociales ha denunciado ante la Fiscalía General del Estado las últimas declaraciones del obispo, por considerar que podrían constituir un delito de odio según el artículo 510.2 del Código Penal. La Dirección General de Derechos de las Personas con Discapacidad también ha abierto un expediente informativo, y ha solicitado a la Conferencia Episcopal que repruebe públicamente sus palabras. La gota ha colmado el cáliz.

No es la primera vez que Reig Plá protagoniza escándalos por su interpretación excluyente y ultraconservadora de la moral católica. Sus homilías han convertido el altar en trinchera, demonizando a colectivos enteros con un discurso que rezuma odio más que evangelio. Pero el problema no es solo él. Él es síntoma de un sistema clerical anquilosado, que ha hecho del pecado un instrumento de control más que una oportunidad de liberación.

En su raíz más primitiva, “pecado” (del griego hamartía) significa simplemente “errar el blanco”, fallar, equivocarse. No hay culpa, no hay condena eterna, no hay fuego ni azufre. Hay humanidad. Hay fragilidad. Hay aprendizaje. Pero la Iglesia institucional, especialmente durante siglos de nacionalcatolicismo, prefirió transformar el error en crimen, el desvío en herejía, la duda en rebelión.

Así fue como el pecado dejó de ser una experiencia espiritual para convertirse en una herramienta de dominación. No importaba la intención, ni el contexto, ni la dignidad humana: solo la obediencia. En ese marco, miles de campesinos pobres fueron denunciados por los mismos curas que hoy se dicen perseguidos. Eran jornaleros que malvivían en condiciones miserables, sin tierra, sin derechos, sin apenas pan. Obligados por la necesidad a trabajar cada día —porque no trabajar significaba no comer—, se atrevían a levantar el azadón un domingo, y eso bastaba para que el cura del pueblo los denunciara a la Guardia Civil.

La escena se repitió durante décadas: campesinos harapientos, encorvados por el hambre y la deuda, perseguidos no por robar, no por matar, sino por intentar sobrevivir en domingo. Y los mismos que los delataban desde los altares eran luego recibidos con honores por las autoridades civiles, bendecían los fusiles de los represores, y hablaban de “orden” y “moral” en sus sermones dominicales. Esa es la moral que defienden obispos como Reig Plá: una moral vertical, inquisitorial, sin piedad.

Hoy, cuando se denuncia a este obispo por discurso de odio, sus defensores claman persecución religiosa. Pero conviene recordar quién persiguió a quién. Fueron muchos curas y obispos los que delataron a campesinos por romper el descanso dominical, aunque llevaran semanas sin descansar, aunque su vida pendiera de un jornal precario. No fue por fe, fue por poder. No fue por moral, fue por obediencia ciega a un sistema que confundía religión con represión.

Los abusos sexuales cometidos por numerosos miembros del clero son una de las manifestaciones más atroces de esta deformación doctrinal. El problema no es solo la agresión física, sino la devastación del alma: se abusó en nombre de Dios. Se violó no solo el cuerpo, sino la imagen de lo sagrado. ¿Cómo se reconstruye una conciencia que ha sido programada para creer que el agresor es un “hombre santo”?

Lo que está en juego no es la fe, sino su manipulación. No es la verdad del evangelio, sino su perversión para sostener estructuras de poder. Cuando Reig Plá habla desde el altar, no lo hace como pastor que acompaña, sino como juez que condena. No cura heridas, las abre. No ofrece misericordia, impone castigos. Y lo hace bajo el pretexto de defender una moral “objetiva” que en realidad responde a una visión política, ideológica y profundamente patriarcal.

El catolicismo que muchos defienden no es el que habitó Jesús de Nazaret. El Cristo de los evangelios tocaba a los impuros, hablaba con las mujeres, sanaba en sábado y se enfrentaba a los fariseos que usaban la Ley para aplastar. Ese Jesús fue ajusticiado por los defensores de la moral oficial. Hoy, su mensaje está secuestrado por aquellos que se presentan como sus representantes y repiten sus mismos errores.

En ese contexto, el progresismo teológico que brota desde dentro de la Iglesia —desde parroquias de base, movimientos inclusivos, comunidades abiertas— es más fiel al evangelio que cualquier cruzada moralista. Y no necesita escándalos mediáticos para ser relevante: su fuerza está en la compasión, no en el dogma; en la acogida, no en la exclusión.

La denuncia contra Reig Plá no es un ataque a la fe, sino un acto de justicia contra el uso perverso de la religión como arma de odio. Defender a quienes han sido intoxicados por estos discursos es una forma de limpiar el templo. De volver a la raíz: a la fragilidad, al error humano, al camino compartido.

No se trata de perseguir a obispos, sino de proteger a las almas. Las mismas que un día confiaron en una palabra de consuelo y recibieron a cambio un látigo envuelto en incienso. Las mismas que todavía buscan sanar, a pesar de que muchos en la Iglesia prefieren seguir hablando de pecado… sin mirar el suyo.

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