El Dios que no castiga: una bondad que desarma el miedo

El Dios que no castiga: una bondad que desarma el miedo

Dios no castiga. Esta afirmación puede parecer provocadora para quienes han sido educados en una espiritualidad marcada por el temor, la culpa y la amenaza del castigo eterno. Sin embargo, no es una novedad moderna ni una concesión sentimental: está en el corazón del Evangelio. Está en la vida y palabra de Jesús. Está, como recuerda la primera carta de Juan, en la verdad más honda del ser de Dios: “Dios es Amor” (1 Jn 4,8).

Y sin embargo, muchos creyentes siguen viviendo con un miedo secreto, aprendido desde la infancia en una cultura religiosa donde Dios aparecía como juez severo y vigilante, siempre dispuesto a castigar. Esta visión ha dejado huellas profundas, difíciles de borrar. ¿Cómo conciliar este temor con el Cristo que no vino a condenar, sino a salvar? ¿Por qué seguimos proyectando sobre Dios la imagen de un tirano justiciero, cuando el Nuevo Testamento nos revela un Padre que sale al encuentro del hijo pródigo, que hace llover sobre justos e injustos, que perdona setenta veces siete?

Durante siglos, la transmisión de la fe ha estado marcada por una pedagogía del miedo. Se enseñaba que Dios vigila, anota nuestras faltas, y al final nos juzgará con rigor. Esta imagen, deformada, ha calado en la conciencia de generaciones, sembrando una culpa precoz, casi instintiva. Muchos han interiorizado un cristianismo en el que la gracia se gana, la salvación se negocia y el amor de Dios se condiciona.

Pero Jesús jamás habló así. Su vida fue la encarnación de una misericordia sin condiciones. Cuando se acercó a los pecadores no fue para reprocharles, sino para sanar. Cuando levantó la voz, lo hizo contra los que usaban la religión para oprimir conciencias. Y cuando murió, lo hizo perdonando.

Cristo no vino a juzgar al mundo, sino a que el mundo se salve por Él (cf. Jn 3,17). Esta verdad desbarata nuestras ideas torcidas sobre Dios. El juicio de Dios no es un tribunal externo, sino el encuentro con la Verdad, que es Amor. Como explica Guardini, el verdadero juicio es la confrontación con el amor que hemos rechazado. No es una venganza divina, sino una consecuencia libremente asumida por quien se cierra al amor.

Xabier Pikaza insiste en que Dios no se complace en castigar. No puede hacerlo, porque va en contra de su ser. Su justicia no es retributiva, sino restauradora. Quiere rehacernos, no destruirnos. “Dios no puede hacer otra cosa que amar —diría Isaac de Nínive en el siglo VII—. No puede dejar de darnos su amor.

Esta es una verdad escandalosa para quienes confunden justicia con venganza, pero profundamente liberadora para los que sufren. ¿Cómo no estremecerse ante un Dios que, lejos de exigir sacrificios, se entrega como alimento? ¿Cómo no rendirse ante un Dios que, en vez de castigarnos por nuestras caídas, baja con nosotros al polvo para levantarnos?

El Dios que revela Jesús no es un inquisidor celoso de su gloria, ni un contador de pecados. Es un Padre que sufre con sus hijos, que se conmueve ante el dolor humano, que se pone en el lugar del herido. Por eso la cruz no es castigo, sino solidaridad. Jesús no muere para pagar una deuda a un Dios airado, sino para mostrarnos hasta qué punto Dios está del lado de los inocentes, los rechazados, los que cargan con el peso del mundo.

Dios no necesita nuestra culpa para salvarnos. Al contrario: quiere liberarnos de ella. Como decía Queiruga, la redención no es una exigencia de justicia divina, sino una revelación de amor. Dios no exige sangre para perdonar; ofrece su vida para reconciliar. No se ensaña con nuestras heridas, las cura.

Por eso la cruz no es símbolo de condena, sino de consuelo. Nos dice que Dios conoce nuestra tribulación y pobreza (cf. Ap 2,9), que ha tejido nuestra historia con hilos de misericordia, que ha hecho de nuestras sombras una posibilidad de luz.

La verdadera riqueza que poseemos es la presencia de Dios. Una presencia silenciosa, fiel, constante, que nos acompaña incluso cuando no la sentimos. Una presencia que no condena, sino que transforma. Que no acusa, sino que ilumina. Que no castiga, sino que levanta.

Esta presencia no nos exime del compromiso. Al contrario: nos llama a encarnar su amor, a luchar contra la injusticia, a aliviar el sufrimiento del mundo. Cuando tendemos la mano al necesitado, cuando consolamos, cuando sanamos, estamos prolongando la compasión de Dios en la historia.Cuando lo hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).

Este mensaje es especialmente urgente para quienes sufren. Para los que cargan con culpas que no les pertenecen, para los que han sido heridos por una religión de miedo, para los que se sienten lejos de Dios por haber fallado.

A ellos les decimos: no temáis. Dios no os castiga. Dios no os ha abandonado. Él ha estado siempre a vuestro lado, llorando vuestras lágrimas, esperando vuestro regreso, sosteniéndoos incluso en la oscuridad. Su amor no se retira ante el pecado, sino que lo atraviesa. No nos exige perfección para amarnos, sino que nos ama para llevarnos a la plenitud.

Dios no te pide cuentas. Te ofrece sus brazos. No guarda tu pasado como un expediente, lo lanza al fondo del mar. No pone condiciones, solo quiere ser acogido. Su única respuesta al pecado es la cruz; y en ella, su palabra definitiva no es el juicio, sino el perdón.

Creer en este Dios cambia todo. Nos libera de la angustia, del perfeccionismo moral, del legalismo paralizante. Nos permite respirar hondo y vivir con la certeza de ser amados incondicionalmente. Nos impulsa a acercarnos a los demás con la misma misericordia recibida. Y, sobre todo, nos invita a mirar el mundo —a pesar del dolor y la injusticia— con la confianza de que el Amor tiene la última palabra.

Porque, al final, Dios no es un castigo que acecha. Es un amor que salva.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *