“¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber?” (Mt 20,22)
Cuando Jesús formuló esta pregunta a Santiago y a Juan, no lo hizo con frialdad, sino con una mezcla profunda de ternura y seriedad. Ellos, quizá sin comprender del todo, respondieron impulsivamente: “Podemos”. Jesús, con un conocimiento penetrante del corazón humano y del misterio del Padre, les dijo: “Muy bien; beberéis la copa”. Esta predicción no fue una condena, sino una invitación a entrar en su camino, a compartir su destino. La copa de Jesús sería también la copa de ellos. Lo que Él viviría, también ellos lo vivirían. El sufrimiento, lejos de ser un castigo o un absurdo, era y sigue siendo, el único camino hacia la gloria.
Jesús no deseaba el sufrimiento para sus discípulos, como tampoco lo desea para nosotros. Pero sabía, como quien ve con claridad el bosque entero mientras otros solo ven árboles, que para llegar a la plenitud del amor, a veces hay que atravesar el fuego del dolor. En el camino hacia Emaús, les diría a sus discípulos desolados: “¿No era necesario que el Mesías sufriera todo esto antes de entrar en la gloria?” (Lc 24,26). Ese “era necesario” no es resignación ante un destino trágico, sino la aceptación del proceso por el cual el grano de trigo muere para dar fruto. La cruz no es el final, sino el umbral hacia una vida transformada. Jesús no endulza la copa: la bebe hasta el fondo. Pero la convierte en cáliz de salvación.
Nosotros, en nuestra fragilidad, solemos separar lo que en el Reino es inseparable: el dolor y el gozo. Vemos nuestra copa rebosante de tristeza, y pensamos que en ella no cabe ni una gota de alegría. Cuando el sufrimiento nos oprime como racimos estrujados, se nos olvida que de esa presión brota vino. ¡Y qué vino! Un vino que alegra el corazón, que fortalece el alma, que da sentido incluso a las lágrimas.
Yo también lo sé por experiencia. En mis épocas de oscuridad, de dolor y de desesperanza, he sentido que todo estaba perdido. Pero al mirar atrás, descubro que fue precisamente allí, en la zarza ardiente del dolor, donde Dios me hablaba más claramente. En esas noches del alma, lo que parecía muerte era en realidad un parto. Con frecuencia olvidamos esta verdad esencial. Nos sentimos abrumados por nuestras sombras y hablamos de nuestras penas como si fueran la única realidad existente. Perdemos perspectiva. Necesitamos recordarnos unos a otros que la copa del dolor es también la copa del gozo. Que en el lugar donde lloramos puede nacer la risa. Que en el llanto sembrado con fe florece una alegría inesperada.
Los Padres del desierto hablaban del sufrimiento como un fuego purificador. No glorificaban el dolor en sí, sino que sabían que el desierto es el lugar donde se aprende a escuchar la voz de Dios. En el desierto no hay ruido que distraiga. Solo el silencio, la sed, y el Misterio. Dios no abandona en el desierto. Lo sabemos por Moisés, por Elías, por Jesús mismo. A veces, nuestra sequedad espiritual no es señal de ausencia de Dios, sino de su presencia escondida. Como dice Guardini, Dios está más allá de nuestros sentimientos. Su presencia no siempre se manifiesta en consuelos, sino en una compañía silenciosa, fiel y obstinada.
En medio del sufrimiento, hay algo que sí podemos hacer: no dejar que nadie beba su copa en soledad. Necesitamos ser ángeles unos para otros, mensajeros de consuelo, compañeros de camino. Como los que acompañaron a Jesús en Getsemaní. Como Simón de Cirene. Como María al pie de la cruz. Cuando descubrimos que no estamos solos, que hay otros que caminan con nosotros y oran por nosotros, la copa se convierte en comunión.
No se trata de buscar el dolor, ni de justificarlo. Se trata de atravesarlo con fe. De no desperdiciar el sufrimiento. De creer que lo que nos hiere puede también curarnos. Que de nuestras heridas puede brotar gracia. Que al beber la copa de Jesús, nos unimos a su misterio pascual: pasión, muerte… y resurrección. Sí, podemos beber la copa. Pero no por nuestras fuerzas, sino porque Jesús la bebió primero. Porque Él nos sostiene. Él está con nosotros en cada sorbo amargo. Y porque en esa copa, al fondo, hay escondido un gozo eterno.
Y cuando no podemos más, cuando la oscuridad se espesa y el dolor parece no tener sentido, tenemos aún un refugio: la oración. No la oración que exige respuestas, sino la que se entrega, la que susurra “Padre, en tus manos me abandono”. La oración que no busca consuelos sino presencia. Que transforma el grito en canto, y la herida en altar. Porque en la oración, aunque no cambie la situación, cambiamos nosotros. Allí, la copa se vuelve cáliz, el dolor se vuelve ofrenda, y el alma se reencuentra con la esperanza. Allí, Dios se nos vuelve cercano, silencioso y fiel como una sombra que nunca nos deja.