Desde sus orígenes, la Iglesia ha mostrado una sorprendente dualidad en su relación con la democracia. En los institutos religiosos, particularmente en los de tradición monástica, la Iglesia ha respetado y exigido elecciones democráticas, estableciéndolas formalmente en estatutos y constituciones aprobadas por el Vaticano. Se trata de un sistema profundamente arraigado en la tradición eclesial y, en muchos casos, anterior incluso al cristianismo, con raíces en los monacatos precristianos.
Frente a este respeto por los procesos democráticos en la vida interna de los institutos religiosos, resulta chocante –y hasta paradójico– que esta lógica no se aplique a las más altas jerarquías de la Iglesia, especialmente en la elección del obispo de Roma, el Papa. El contraste es aún más impactante si se tiene en cuenta que estamos hablando de la figura que, según la eclesiología católica, es el vicario de Cristo en la Tierra y cabeza visible del pueblo de Dios.
El Cónclave, que en su etimología latina “cum clave” alude al encierro de los cardenales bajo llave para realizar la elección papal, no representa un proceso democrático en ninguno de los sentidos contemporáneos del término. Ni representa al pueblo fiel, ni a las Iglesias locales, ni siquiera a los pastores designados en cada región. Es una estructura cerrada, clerical y masculina.
Teólogos como José Ignacio González Faus han señalado con claridad que este déficit democrático es un signo preocupante dentro de una Iglesia que, en otros aspectos, exige participación y corresponsabilidad. Para González Faus, “una Iglesia que se dice pueblo de Dios y cuerpo de Cristo no puede permitir que sus decisiones más cruciales se tomen sin una representación del conjunto del pueblo”. El Cónclave es una institución anacrónica en este sentido, más ligada a formas de gobierno monárquicas y absolutistas que a una eclesiología participativa.
Del mismo modo, Juan José Tamayo ha sido muy crítico con el sistema actual. Tamayo ha insistido en que la elección papal es el reflejo más nítido de una Iglesia patriarcal y autoritaria, donde la voz de los fieles –y sobre todo de las mujeres– no tiene cabida. El argumento que justifica la exclusión de las mujeres por no ser obispas es circular y profundamente injusto: no pueden ser electoras porque no pueden ser elegidas, y no pueden ser elegidas porque se les veta el episcopado. “Se margina así a la mitad de la Iglesia, que son las mujeres, perpetuando un modelo clerical que poco tiene que ver con el Evangelio de la igualdad”, señala Tamayo.
Xabier Pikaza, por su parte, ha hecho una distinción teológica y pastoral clave: el papado, más que una autoridad monárquica, debería ser una expresión de la comunión eclesial. En sus escritos, Pikaza ha propuesto que el Sínodo de los Obispos, al menos, debería tener un rol fundamental en la elección del papa. Aunque reconoce que esto no solucionaría del todo el déficit democrático –pues los obispos también son nombrados por el propio papa o bajo su aprobación–, sería un paso hacia una mayor colegialidad. “La Iglesia no puede hablar de sinodalidad y luego cerrarse en un cónclave de 133 hombres vestidos de púrpura”, ha afirmado.
Durante el pontificado de Pablo VI, hubo propuestas que apuntaban a transformar radicalmente este modelo. Se sugería, por ejemplo, que el Sínodo universal de los obispos sustituyera al Colegio Cardenalicio en la elección papal. Sin embargo, estas propuestas no prosperaron. Hoy, más de medio siglo después, el déficit democrático sigue intacto y la posibilidad de una transformación estructural parece lejana, pese al discurso sinodal promovido por el papa Francisco.
Más allá de cuestiones teológicas o canónicas, la ausencia de democracia en la elección papal es también un signo de desconexión con el sentir del pueblo de Dios. Una Iglesia que clama por justicia, por participación, por el discernimiento comunitario, no puede seguir sosteniendo un mecanismo electoral elitista, reservado a una pequeña élite clerical masculina. La contradicción entre lo que se predica y lo que se practica en este ámbito debilita la credibilidad de la Iglesia y la aleja de sus propias raíces comunitarias.
La exclusión de las mujeres en el Cónclave es quizás la manifestación más dolorosa y reveladora de esta carencia democrática. No se trata solo de una cuestión de género, sino de representación y dignidad eclesial. Si las mujeres no pueden votar ni ser votadas, si los laicos no tienen voz en la elección del que será su pastor universal, ¿qué sentido tiene seguir hablando de una Iglesia “del y para el pueblo”?
Ahora bien, la tradición católica sostiene que el Espíritu Santo guía la elección del Papa, una afirmación que otorga un carácter sagrado e incuestionable al proceso. Sin embargo, esta inspiración divina no exime de las limitaciones humanas que condicionan el sistema electoral. Como bien señalaba el teólogo Karl Rahner, incluso cuando se invoca al Espíritu, la elección sigue siendo hecha por hombres, con sus intereses, sus alianzas y sus criterios más o menos terrenales. Atribuir automáticamente la voluntad del Espíritu a una votación cerrada y sin participación del pueblo fiel puede convertirse en una forma de justificar estructuras injustas. Dios puede inspirar, pero no anula la libertad (ni la responsabilidad) de quienes deciden.
La elección del papa debería ser un momento de comunión, no de exclusión. Un acto de discernimiento del Espíritu en el seno de la comunidad, no una votación secreta entre hombres designados a dedo. La Iglesia tiene el reto –y la obligación– de revisar y reformar estos mecanismos para que respondan mejor al modelo de Iglesia sinodal, corresponsable y verdaderamente evangélica que dice promover. Decir que el Espíritu Santo inspira no significa que anule la libertad o las limitaciones humanas. La historia de la Iglesia muestra decisiones inspiradas, pero también errores cometidos por quienes decían actuar en su nombre. La inspiración no es imposición. Dios propone, no impone. Por eso, incluso bajo la guía del Espíritu, los hombres pueden actuar según sus prejuicios o estructuras de poder.
Mientras esto no ocurra, la elección del Papa seguirá siendo un acto profundamente no democrático, ajeno a la experiencia de participación que la misma Iglesia reconoce y exige en otras áreas. Y mientras el pueblo de Dios siga excluido del proceso, la autoridad papal continuará arrastrando un serio problema de legitimidad evangélica y eclesial.
Muy buen comentario