Jorge Fernández Guadalix, con su tono pastoral tan familiar como su amor por lo “de siempre”, nos ha regalado otro artículoen Infocatolica que, a juzgar por el entusiasmo con el que lo escribe, aspira a ser un pequeño catecismo de la virtud más excelsa: la normalidad. Aplaude la previsibilidad con la devoción con la que un monje medieval besaría una reliquia: sin ironía, sin duda, con toda el alma.
Pero aquí estamos nosotros, los sospechosos de siempre, para preguntarnos si esa veneración por la normalidad no esconde una versión cuidadosamente maquillada del inmovilismo, esa vieja enfermedad eclesial que convierte cualquier cambio en sospecha, cualquier apertura en herejía, y cualquier caricia del Espíritu en un “eso no viene en el misal”.
Fernández Guadalix recita con entusiasmo su letanía de lo cotidiano: misa, confesión, rosario, liturgia de las horas, catequesis, visita a enfermos, Cáritas. Nada que objetar. Nadie con un mínimo de sensibilidad cristiana podría despreciar estas acciones humildes y esenciales. Pero el problema no es lo que menciona, sino lo que omite. Su cristianismo de “mantenimiento”, su eclesiología de “hacer lo de siempre”, corre el riesgo de no ser simplemente una defensa de la estabilidad, sino un blindaje frente al dinamismo del Evangelio.
Porque cuando Jesús recorría los caminos de Galilea, cuando se sentaba con publicanos y pecadores, cuando sanaba en sábado o se dejaba ungir por una mujer “pecadora”, no estaba precisamente celebrando la normalidad sino anunciando una ruptura radical con el orden establecido. El Reino de Dios no entró al mundo con paso burocrático ni se presentó con ornamentos “de siempre”. Y quienes lo esperaban con las formas previsibles del templo, lo rechazaron por excesivamente original.
Nuestro articulista parece pensar que todo lo que suene a novedad es ego, y toda creatividad es sospechosa. ¿Y si fuera al revés? ¿Y si la normalidad que tanto venera no fuera más que una coartada, una zona de confort en la que la fe no inquieta, no interpela, no transforma? La creatividad litúrgica, la diversidad de espiritualidades, las nuevas formas de oración, ¿son siempre fruto de un narcisismo pastoral, o tal vez una respuesta sincera al hambre espiritual del hombre contemporáneo?
Su crítica a las “eucaristías con sorpresa” no está exenta de gracia. Le parecen misas con efectos especiales, como si el Espíritu no pudiera manifestarse sino en la compostura gregoriana del misal. Pero, ¿quién decide qué es lo auténtico en la liturgia? ¿La tradición, sí, pero qué tradición? ¿La del siglo XX? ¿La del Concilio de Trento? ¿La de las comunidades primitivas donde los cristianos partían el pan en casas y se decían “hermano” y “hermana”?
Fernández Guadalix propone una espiritualidad que parece hecha a imagen y semejanza de un sacristán metódico: silenciosa, ordenada, devota, pero también cerrada, impermeable, casi fosilizada. La liturgia debe “ser como siempre”, la oración debe sonar “como antes”, los sacerdotes deben hacer “lo habitual”, y los laicos deben simplemente cumplir con su “vida de parroquia”. Todo fuera de ese guion, le suena a capricho, a moda o a puro ego.
Claro, uno podría pensar que este amor por la normalidad es, en el fondo, una defensa frente al vértigo. La Iglesia, como el mundo, vive una época de aceleración, de complejidad, de preguntas nuevas que no tienen respuestas viejas. El clericalismo, la crisis de fe, el descenso de vocaciones, la secularización de Europa, la lucha por los derechos humanos, los gritos de la Amazonía, los clamores de los migrantes… ¿y cuál es la respuesta? Misa rezada, rosario y el misal de siempre. Es como si alguien llegara a urgencias con una fractura abierta y el médico propusiera “aspirina y reposo”.
Y sin embargo, en medio de su nostalgia sacristánica, Fernández Guadalix tiene razón en una cosa: el cristianismo no es espectáculo. No necesita luces, humo ni frases motivacionales. Pero tampoco puede convertirse en una rutina aséptica. La verdadera normalidad cristiana es vivir el Evangelio cada día, y eso, por su propia naturaleza, es todo menos previsible. Amar a los enemigos, perdonar al que hiere, acoger al migrante, denunciar la injusticia, no son “cosas de siempre” que salen por inercia. Requieren conversión constante, escucha profunda del Espíritu, y sí, también creatividad evangélica.
Quizás, más que pedir una Iglesia que haga siempre lo mismo, podríamos desear una Iglesia que sepa discernir qué significa hoy seguir a Jesús en lo concreto. A veces eso será rezar el rosario; otras, levantar la voz por los que no tienen voz. A veces será misa de 8 y confesión rutinaria; otras, dejar que el Espíritu irrumpe con formas nuevas, aunque no estén en el misal.
Fernández Guadalix nos habla de la normalidad como si fuera el octavo sacramento. Nosotros, sin despreciarla, seguimos esperando algo más parecido al Reino: ese que rompe moldes, inquieta conciencias y deja a los que lo ven diciendo: “Hoy hemos visto cosas admirables”. Porque el Evangelio no es normal. Es, afortunadamente, todo lo contrario.