Mientras un grupo de hombres se encerraba en la Capilla Sixtina para decidir el futuro de más de mil millones de fieles, un grupo de mujeres se alzaba en una montaña frente al Vaticano con una bengala de humo rosa. Vestidas también de rosa, llevaban el mensaje que durante siglos se ha intentado silenciar: el sacerdocio femenino no es una herejía, es una urgencia moral.
La protesta fue clara y desafiante: las mujeres católicas están cansadas de esperar. Cansadas de ser tratadas como creyentes de segunda. Cansadas de ver cómo el liderazgo eclesial sigue secuestrado por un sistema masculino que no responde ni al Evangelio ni a la realidad del siglo XXI.
El argumento central del Vaticano es conocido y cansinamente repetido: Jesús eligió solo hombres como apóstoles. Por tanto, las mujeres no pueden ser sacerdotes. Pero este razonamiento es intelectualmente débil, teológicamente flojo y espiritualmente ciego. Porque la elección de los Doce no fue una normativa sacramental, fue un acto simbólico profundamente vinculado al contexto histórico y político de su tiempo.
Jesús no instituyó a los Doce como clero, ni como sacerdotes en el sentido que hoy les atribuye la Iglesia. Eligió a doce hombres porque el número tenía un valor profundamente simbólico: representaba a las doce tribus de Israel. Era una señal mesiánica, no una plantilla ministerial para los siglos futuros. Estaba recreando, en clave escatológica, el pueblo de Dios. No estaba fundando una estructura patriarcal, sino anunciando la renovación de la alianza.
Reducir esa elección a una justificación eterna para excluir a las mujeres del sacerdocio es un ejercicio de mala exégesis y peor teología. Jesús no fundó un sacerdocio masculino. De hecho, nunca utilizó el término «sacerdote» para referirse a sus discípulos, y menos aún lo aplicó como un título jerárquico. El sacerdocio, tal como hoy lo concibe la Iglesia Católica, es una construcción posterior, desarrollada en siglos subsiguientes, en gran parte imitando estructuras imperiales y clericales del mundo romano. No tiene su origen directo en Jesús de Nazaret.
Además, en el propio entorno de Jesús hubo mujeres que desempeñaron funciones esenciales: María Magdalena, a quien llamó por su nombre en la resurrección, fue la primera anunciadora del Cristo resucitado; Marta, María de Betania, Juana, Susana… todas discípulas activas, seguidoras cercanas, testigos y anunciadoras del Reino. Ignorar esto para aferrarse a una lectura literalista de la elección de los Doce es teológicamente irresponsable.
Por otra parte, el argumento de que Jesús «no pudo» elegir mujeres por razones culturales es insultante hacia su libertad y radicalidad. ¿Desde cuándo el Jesús que sanaba en sábado, que tocaba a leprosos, que denunciaba a los poderosos, que se sentaba con prostitutas y publicanos, habría tenido miedo de incluir a mujeres por temor a la crítica social? Al contrario: su vida fue una permanente ruptura con los esquemas religiosos opresivos de su tiempo. Sostener que no eligió mujeres porque “no podía” es negar su coraje profético y su libertad divina.
La excusa del género apostólico es una coartada para sostener una estructura clerical que teme perder el control. No es una cuestión de fe, es una cuestión de poder.
Bajo el papado de Benedicto XVI, el Vaticano reafirmó la prohibición del sacerdocio femenino con dureza, llegando incluso a equiparar este acto con los delitos de abuso sexual en términos de «gravedad doctrinal». Esa comparación es moralmente repulsiva. No revela celo por la doctrina, sino una voluntad inflexible de castigar a quienes se atreven a soñar con una Iglesia más justa, más fiel al Evangelio y más humana.
Pero las mujeres no están calladas. Desde Nueva Orleans hasta Roma, las protestas del “humo rosa” están dejando claro que la obediencia ciega se acabó. Que no aceptarán más una Iglesia que se llena la boca con María, pero que niega el ministerio a las Marías de hoy. Que no basta con que se les permita “colaborar”; exigen corresponsabilidad, autoridad, igualdad real.
Incluso algunos cardenales —como el argentino Leonardo Sandri— han reconocido que el papel de la mujer en la Iglesia debe transformarse de raíz. Pero eso no basta. No queremos reconocimiento simbólico. Queremos cambios estructurales.
No se puede seguir defendiendo una estructura basada en la exclusión de la mitad de la humanidad.
No se puede seguir invocando a Jesús para justificar el machismo institucional.
No se puede seguir afirmando que “la Iglesia no tiene autoridad” para ordenar mujeres, cuando lo que no tiene es voluntad.
La Iglesia está cometiendo un pecado estructural al mantener esta exclusión.
Un pecado que no solo hiere a las mujeres, sino que empobrece a toda la comunidad cristiana.
Y si la jerarquía eclesial quiere seguir siendo creíble, si quiere volver a conectar con un mundo que clama por justicia y equidad, entonces tendrá que dejar de mirar hacia el pasado con miedo y empezar a escuchar al Espíritu, que hoy habla con voz femenina.
El sacerdocio femenino no es una amenaza. Es una promesa.
Es hora de dejar de sofocar el Evangelio con argumentos caducos.
Es hora de abrir las puertas del altar a todas las personas llamadas por Dios, sin distinción de género.
Es hora de encender no humo rosa de protesta, sino una llama de justicia dentro de la Iglesia.
Porque lo que está en juego no es una tradición. Es la fidelidad al mismo Cristo que rompió todas las cadenas… menos las que algunos aún se empeñan en sostener con sotana y poder.